Proyecto de modernidad y tendencias discursivas sobre interculturalidad. ¿Hay relación entre decolonialidad e interculturalidad?*

Modernity Project and Discursive Trends on Interculturality. Is There a Relationship between Decoloniality and Interculturality?

Projeto de modernidade e tendências discursivas sobre interculturalidade. Existe relação entre decolonialidade e interculturalidade?

Martha Liliana Arciniegas Sigüenza

Proyecto de modernidad y tendencias discursivas sobre interculturalidad. ¿Hay relación entre decolonialidad e interculturalidad?*

Universitas Humanística, núm. 91, 2022

Pontificia Universidad Javeriana

Martha Liliana Arciniegas Sigüenza a

Universidad del Azuay, Ecuador


Recibido: 02 mayo 2022

Aceptado: 09 noviembre 2022

Publicado: 30 diciembre 2022

Resumen: Para entender la articulación entre decolonialidad e interculturalidad, es necesario el análisis de categorías que incluyen, por un lado, aspectos históricos y, por otro, relaciones de poder y asimetrías. De esta manera, se concreta la necesidad de asumir una postura crítica desde los conceptos de cultura y colonialidad. El objetivo de este artículo es comprender cómo desde el conocimiento occidental se ha generado un proyecto de modernidad, mediante discursos en los cuales la construcción de la alteridad pasa por diferentes procesos de asimilación e incorporación del otro. Estos condicionan el ajuste de la otredad, según los estándares sociales dominantes, a partir de concepciones esencialistas, que termina en procesos de diferenciación y discriminación. El método empleado es la revisión documental crítica. El trabajo concluye que la descolonización plantea el desafío de desvincularse de conocimientos que tergiversan la realidad, y debe distanciarse de las racionalidades que fragmentan, clasifican, etiquetan y generan retóricas con las cuales se refuerza la división social y se legitiman la segregación y la exclusión.

Palabras clave:interculturalidad, historia colonial, diferencias culturales, modelos de atención, decolonialidad.

Abstract: In order to understand the articulation between decoloniality and interculturality, it is necessary to analyze categories that include, on the one hand, historical aspects and, on the other hand, power relations and asymmetries. In this way, the need to assume a critical stance from the concepts of culture and coloniality becomes concrete. The objective of this article is to understand how western knowledge has generated a project of modernity, through discourses in which the construction of otherness goes through different processes of assimilation and incorporation of the other. These condition the adjustment of otherness, according to the dominant social standards, from essentialist conceptions, which ends in processes of differentiation and discrimination. The method used is the critical documentary review. The paper concludes that decolonization poses the challenge of dissociating itself from knowledge that distorts reality, and must distance itself from rationalities that fragment, classify, label and generate rhetoric with which social division is reinforced and segregation and exclusion are legitimized.

Keywords: interculturality, colonial history, cultural differences, models of care, decoloniality.

Resumo: Para entender a articulação entre decolonialidade e interculturalidade é precisa uma análise de categorias incluindo, de um lado, aspectos históricos e, de outro, relações de poder e assimetrias. Dessa forma, concreta-se a necessidade de assumir uma posição crítica frente aos conceitos de cultura e colonialidade. O objetivo deste artigo é compreender como desde o conhecimento ocidental tem se gerado um projeto de modernidade, a través de discursos nos que a construção de alteridade passa por processos diferenciados de assimilação e incorporação de o outro. Estes condicionam o ajustamento da outridade, conforme os padrões sociais dominantes, a partir de conceições essencialistas, que termina em processos de diferenciação e discriminação. O método usado é a revisão documental crítica. O trabalho conclui que a descolonização levanta o desafio de se desassociar de conhecimentos que deturpam a realidade, e deve se distanciar das racionalidades que fragmentam, classificam, rotulam e geram retóricas com que a divisão social é reforçada e a segregação e exclusão legitimadas.

Palavras-chave: interculturalidade, história colonial, diferenças culturais, modelos assistenciais, decolonialidade.

Introducción

Cuando se analizan las otredades, caracterizadas por las diferencias culturales o étnicas, es común que se piense en identidades que se alejan del ideal dominante de ser humano, impuesto por la sociedad occidental, lo cual lleva a que la inclusión quede en el nivel de la discursividad y las buenas intenciones. La multiculturalidad es parte de las relaciones sociales, pero la coexistencia implica asimetría en un Estado-nación que, a pesar de tener una Constitución que reconoce los derechos de un país plurinacional, recurre a una serie de modelos que refuerzan la idea de personas diferentes que necesitan de políticas de asimilación o compensación, en función de sus características. Estas acciones se orientan, en algunos casos, a la educación intercultural e inclusiva.

El análisis crítico con perspectiva histórica permite comprender el diseño de una serie de dispositivos que buscan homogeneizar, imponer, controlar y folclorizar a los pueblos y nacionalidades indígenas de Ecuador, a través de lógicas propias de un Estado uninacional. Este asume la categoría racial, propia de la época de la colonización, como parte de la ideología que ha hecho que se mantengan clasificaciones y, en consecuencia, largos procesos de diferenciación y exclusión.

Es necesario un nuevo proyecto social y cultural para comprender las diferencias como constitutivas del ser humano, y abandonar la priorización de unas sobre otras. Si bien ha sido la regla asimilar o integrar a individuos con características sociales, culturales o económicas distintas, a través de una serie de modelos de atención y políticas esencialistas que naturalizan procesos de dominación; se plantea la necesidad de transformar las ideas distorsionadas que mantienen la categorización de personas y relaciones de discriminación y exclusión. Ese tipo de ideas propicia imaginarios caracterizados por prejuicios y estereotipos que generan separación, violencia y discriminación.

Este artículo analiza la historia de la interculturalidad en Ecuador. Se profundiza en la comprensión de las diferencias culturales, desde modelos de atención con los que se esencializa al ser humano. Además, se plantean algunos desafíos, con base en una idea de cultura en movimiento permanente, que implica relaciones dialógicas de horizontalidad y reconocimiento de las diferencias. De esta forma, se propicia un encuentro entre culturas mediante la apertura, transformación personal, comprensión a través del conocimiento mutuo, confianza y solidaridad, como fundamentos de una educación basada en la premisa según la cual la pluralidad no puede ser ignorada, sino respetada.

Historia de la interculturalidad en Ecuador

La historia nacional muestra que han sido diversos los métodos de exterminio, dominación, reducción y sometimiento empleados frente a individuos y grupos considerados diferentes culturalmente. Se ha hecho uso de la fuerza, y ahora también se acude a programas de desarrollo, evangelización, educación, planificación familiar, entre otros (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador [Conaie], 1994). Desde una perspectiva etnocentrista, los modelos de asimilación mantienen los mecanismos de control y organización social sobre grupos considerados incivilizados. Estos se basan en concepciones esencialistas presentes a lo largo de la historia, que definen identidades fijas, naturalizadas y que ponen en peligro al resto de la sociedad.

En este sentido, se ha asumido una noción estática de cultura, a partir de la cual se subsumen las complejas diferencias raciales, étnicas, de género, culturales y de estilo de vida. De esa manera, estas se entienden como algo intrínseco a los genes de la gente y deriva en distinciones y separaciones esencializadas. Una sociedad multicultural, según este razonamiento, es un pozo de monoculturas atadas y divididas para siempre entre la idea del nosotros y ellos (Vertovec, 1998, citado en Aguado et al., 1999). Lo anterior, ha generado una cierta obsesión por los diferentes, como lo afirma Skliar (2005), al plantear que ha sido consecuencia de un largo proceso de diferencialismo vinculado con actitudes de discriminación. Por ejemplo, la mujer es el problema en la diferencia de género, el negro es considerado el problema en la diferencia racial, el niño o el anciano son el problema de la diferencia de edad, el sordo el problema en la diferencia de lengua. Esta problematización de la diferencia implica que existan miradas que asocian esas características con la inferioridad o la identidad única.

Ese ideal occidental de lo “humano” domina los esquemas mentales y las prácticas cotidianas e incorpora a los pueblos indígenas, sectores empobrecidos y marginados en el proyecto de modernidad. En ese marco discursivo, aparece la concepción de la inclusión, con una imagen desfigurada, es decir, la interculturalidad, construida desde la dominación y con una actitud patriarcal y asistencialista. En esta existe un sujeto activo que “incluye” y un objeto que es “incluido”, situación justificada mediante los conceptos de desarrollo, bienestar, modernización, tecnología y participación, creados para responder a las necesidades de la sociedad (Estermann, 2014). De ahí, la necesidad de una filosofía intercultural crítica que posibilite el proceso de descolonización, a través de la toma de conciencia de las relaciones de poder con las cuales se promueve la asimetría entre culturas.

En el caso de Ecuador, la historia colonial ha hecho que la diversidad de naciones y pueblos originarios sobrevivan, a pesar de la violencia generada por las relaciones de poder. Los paradigmas diseñados desde la visión de unicidad han elaborado una especie de telaraña sobre el ser, el pensar, el sentir y el vivir. Las luchas, protestas y propuestas lograron que el Estado uninacional y monocultural se autodefiniera como intercultural y plurinacional, y reconociera los derechos de las colectividades desde las propias cosmovisiones y desde una nueva forma de conceptualizar y construir el Estado, con el que se ha intentado descolonizar la estructura institucional actual (Tasiguano et al., 2011). Adicional a esto, en los últimos años ha emergido un discurso multicultural como principal base ideológica de la educación inclusiva. De hecho, por su carácter polisémico, se ha convertido en un comodín de los discursos políticos de moda (Cavalcanti-Schiel, 2007).

Los nombres auténticos con los que los pueblos y las nacionalidades indígenas se identificaron históricamente tienden a desaparecer, para dar paso a nuevos términos como “tribus” o “minorías étnicas”, “jíbaros” o “colorados”, “cabezones” o “longos”. Estos reflejan la institucionalización de la violencia, un excesivo control administrativo del Estado uninacional, y establecen costumbres como: la folclorizarización de su cultura; la imposición de valores ajenos sobre todo en cuanto a la religión y la espiritualidad, alejados de su cosmovisión, y el diseño de un sinnúmero de dispositivos dirigidos a eliminar la identidad cultural. Con esto, infortunadamente, se evidencia, la presencia de un nuevo multiculturalismo que le resta sentido crítico, político, constructivo y transformador a la diversidad cultural (Walsh, 2012).

Para Rodríguez (2014), las relaciones sociales tienen una constante histórica caracterizada por la dominación y la colonialidad, entendidas como formas de conocer al otro. En el caso de los pueblos y nacionalidades indígenas, estas se manifiestan en la coacción, imposición de nuevas lógicas de vida y consolidación de un imaginario que les considera inferiores como seres humanos. De hecho, el genocidio en las primeras décadas de la colonización no fue causado por la violencia de la conquista, ni por las enfermedades que los conquistadores portaban, sino por haber sido forzados a trabajar hasta morir. Las nuevas identidades históricas impusieron la categoría racial para justificar la servidumbre y la esclavitud (Quijano, 2000).

En consecuencia, se necesitan maneras alternativas de pensamiento que permitan transformar objetos imposibles en posibles y ausentes en presentes. Para esto, es importante analizar la racionalidad monocultural que, según Sousa Santos (2011), se presenta de varias maneras: la primera y más poderosa deriva del saber que se encuentra en la ciencia moderna academicista, considerada como única verdad. La segunda establece que la historia tiene un sentido lineal y una dirección única. La tercera se relaciona con la clasificación social, que naturaliza las jerarquías entre inferiores y superiores. La cuarta señala que la globalización social se enfrenta a la inexistencia de lo particular y lo local. Por último, la quinta se centra en una postura productivista. Es imprescindible analizar que la diversidad del mundo es infinita e incluye modos muy distintos de ser, pensar y sentir, y de concebir el tiempo, la relación entre seres humanos y entre humanos y no humanos. Lo anterior, revela la necesidad de nuevos procesos de producción, valoración de conocimientos y relaciones que terminen con las injustas desigualdades y discriminaciones.

Para Walsh (2007), la interculturalidad implica “procesos de construcción de un conocimiento otro, de una práctica política otra, de un poder social (y estatal) otro y de una sociedad otra” (p. 47). En esta línea de ideas, el movimiento indígena ecuatoriano es un principio ideológico, refleja un pensamiento que no se basa en los legados coloniales eurocéntricos, ni se origina en el norte global. Al contrario, busca considerar sus implicaciones en un proyecto participativo de pensamiento crítico social, con la mirada hacia la transformación de las estructuras existentes y con prácticas y procesos oposicionales y contrahegemónicos. Desde esta perspectiva, se genera una ruptura epistemológica basada en la unión entre el pasado y el presente vividos como realidades de dominación, explotación y marginalización, y se construye desde un lugar de enunciación indígena, que trabaja para transgredir las fronteras de lo subalternizado.

Diferencias culturales y modelos de atención

Comprender las diferencias culturales o sociales es muy importante. Para Aguilar (2019), se requiere de un proyecto que priorice las múltiples formas de construir conocimientos desde lo local, con propuestas filosóficas que acompañen la transformación social, así como el encuentro con el otro y consigo mismo. No se trata de formular modelos de atención o sistemas especiales orientados a asimilar e integrar individuos que, por su condición de pobreza y/o diferencia, deben ser disciplinados, a través de un paradigma genético o esencialista. Precisamente, la educación indígena y la educación especial han adoptado diversas concepciones binarias, como “asimilacionismo/segregacionismo, bicultural/compensatorio, plural/segmentación, multicultural/integracionismo e intercultural/inclusivo”. Como consecuencia de esas lecturas, los diferentes son un problema porque hay alguna carencia o déficit. Por lo tanto, se requiere dotarles de un capital cultural mínimo, a través de adecuaciones curriculares y programas específicos que incluyen, pero, al mismo tiempo, segregan, siendo el fin último la homogeneización de la población diversa.

Como plantea Gentili (2001), la naturalización de las jerarquías genera invisibilidad y, por lo tanto, formas de segregar, a través de la inclusión; y atribuye un status especial a determinada clase de individuos, pero en una condición inferiorizada. Es evidente que si se generan reducciones que se focalizan sobre el lenguaje, la religión, o las elaboraciones materiales complejas, se da paso a estructuras jerárquicas de rasgos y valores. De esa forma, las diferencias dejan de considerarse como constructos dinámicos para convertirse en características estáticas, fijas, adquiridas o inherentes a los grupos e individuos. Esto, legitima y reproduce un desigual reparto de poder y recursos entre los grupos definidos como minoritarios (Lévi-Strauss, 1993, y Skutnabb-Kangas, 1990, citados en Aguado et al., 1999).

En la relación con el otro, la dominación establece una situación natural de inferioridad, esta es una de las consecuencias de la colonización. Quijano (2000) explica que los conquistadores, a través de una supuesta estructura biológica diferente, crearon nuevas subcategorías para clasificar a la población como naturalmente diferentes o como razas inferiores, lo cual propició una perspectiva binaria, y un juego de nuevas categorías: oriente/occidente, primitivo/civilizado, mítico/científico, irracional/racional. Estos dualismos justificaron cambios en todos los ámbitos de la existencia social para controlar la subjetividad, la cultura y, en especial, el conocimiento, mediante la represión. Esta perspectiva histórica mantiene en la sociedad actual ideas distorsionadas que siguen clasificando individuos y colectivos y generan relaciones marcadas de discriminación y exclusión. Foucault (1970, citado en Piedra, 2004) señala que, como resultado de esa oposición, existen los dominados y dominadores y, en consecuencia, surgen ideales, valores y leyes para ejercer el dominio.

Según Hegel (1807, citado en Beauvoir, 1999), el dualismo ha existido siempre: para el aldeano, todos los que no pertenecen a su grupo son los otros de quienes hay que recelar; para el nativo, los habitantes de otros países son los extranjeros; los judíos son otros para el antisemita; los negros lo son para los racistas norteamericanos; los indígenas para los colonos. Estas oposiciones muestran una conciencia en la que se descubre hostilidad con respecto a toda otra conciencia. El sujeto no se plantea más que oponiéndose; los sujetos implicados en situaciones de dominación poseen una doble condición no excluyente, de pertenencia a una cultura de resistencia y a una cultura hegemónica (Oto, 1997, citado en Tieffemberg, 2014).

En este sentido, las creencias, como cualquier otra adquisición cultural, condicionan la construcción de significados y representan la realidad, a través de percepciones y juicios, relacionados con formas concretas de comportamiento. Theodosíadis (2007) afirma que hay un proceso cognitivo que genera un accionar y, a partir de ahí, una serie de actitudes propias del ser humano. Este dispositivo ha establecido una estructura que justifica la existencia de sujetos que, por sus características o condición, se aproximan o distancian del ideal dominante de individuo que requiere la sociedad. Este régimen de verdad está fundamentado en una serie de construcciones históricas que definen la relación entre sujetos.

Entonces, la noción de sujeto es un campo problemático que cumple con dos funciones: la primera se relaciona con la universalización, considerada una categoría que permite aunar características humanas, sin que sea necesario reflexionar sobre las consecuencias derivadas del contexto, la historia, o cualquier otro factor. La segunda es una función de individuación, que plantea particularidades de un sujeto en lo personal, histórico y social (Galazzi, 2017). Desde esta perspectiva, se acepta que hay varios modelos de naturaleza humana cuando se hace referencia a la diversidad. Así mismo, se reconocen algunas pedagogías de avanzada que, a pesar de declarar haberse desligado de estrategias normalizadoras, han caído en una discursividad que suscita paradojas.

Así, surgen modelos que constituyen una herramienta importante para la generación de nuevas formas de conocer, representan con palabras algo que la imaginación retiene y engloban un significado. Además, pueden ser sustituidos fácilmente por otro modelo según los cambios del objeto de estudio. De ese modo, se accede al conocimiento de algo sin describirlo del todo, necesariamente (Mujica y Rincón, 2011). Si los modelos dominantes frente a las diferencias sociales, culturales y de género se relacionan con la negación y diferenciación; es necesario que se analicen las disposiciones interiorizadas, los esquemas mentales o habitus que crean imaginarios llenos de prejuicios sobre otras culturas y, con esto, promueven ideas de separación social y violencia simbólica.

De acuerdo con Dietz y Mateos (2011), hay una amplia gama de discursos: aquellos que reivindican la diferencia, los que plantean el derecho a tener derechos o los que establecen la urgencia de empoderar a determinados grupos minoritarios. En medio de esta riqueza y variedad conceptual, también se puede caer en el error del todo vale, que puede devenir en una nueva ideología hegemónica con soluciones contraproducentes. A propósito de lo anterior, Aguado et al. (1999) señalan que si la diferencia no se vincula con constructos dinámicos y relaciones construidas socialmente —sino que se conciben como estáticos y sustentados en la etnia, cultura o lengua—, es posible que aparezcan diferentes tipos de modelos. Los autores consideran tres: los que identifican déficit a partir de la creencia en diferencias son genéticas, los que fundamentan la actuación educativa en las diferencias entre grupos culturales, y los compensatorios que no reconocen la diversidad humana o la definen en términos jerárquicos.

Los modelos estáticos llevan a una confusión entre “diferencias” y “diferentes”. En el segundo caso, se hace referencia a sujetos etiquetados en un proceso de construcción e invención diferencial que categoriza y separa mediante marcas identitarias entre: mejores o peores, superiores o inferiores, buenos o malos, normales o anormales. Además de ser un proceso político, el diferencialismo (Skliar, 2005) constituye una trampa cultural y educativa. Por el contrario, la concepción de la diferencia no clasifica sujetos diferentes, sino que se identifican particularidades entre los sujetos, no en su interior o en su naturaleza. Ese es el cambio paradigmático que aún no se ha hecho (Skliar, 2008).

Los procesos históricos, sociales, económicos y culturales regulan la forma como son pensados los cuerpos y las mentes de los otros. Se imponen discursos normativos relacionados con la ausencia del lenguaje, la inteligencia primitiva, la inmadurez afectiva, los problemas de comportamiento, las dificultades de aprendizaje y, así, las diferencias son definidas como diversidad o como la variante aceptable del proyecto hegemónico de la normalidad. En esta línea de argumentación, Pérez de Lara (1998) muestra que la reclusión de los deficientes fue una estrategia histórica necesaria de exclusión para poder conseguir, en un futuro indefinido, su inclusión posterior definitiva. Entonces, es lógico plantear que las fronteras de la exclusión aparecen, desaparecen y vuelven a aparecer, se multiplican y se disfrazan; sus límites se amplían, cambian de color, cuerpo, nombre y lenguaje. Aquello que hoy puede ser identificarse como exclusión o quienes son excluidos, mañana puede ser considerado como inclusión o individuos y grupos incluidos, y viceversa (Skliar, 2000).

En esta misma dirección, Ocampo (2018) sugiere que en la educación se opera a través de un conjunto de sistemas de reproducción implícitos, es decir, sistemas de conocimientos y creencias intuitivas difíciles de explicitar. El autor enfatiza lo inclusivo como expresión de lo especial, y destaca los colectivos que históricamente han sido excluidos de la vida social, cultural, política y escolar. Con esto, conceptualiza que no se trata solo de un problema técnico de absorción de grupos minoritarios. Precisamente, la simplificación de la integración como única solución para las personas marginadas dentro de los sistemas educativos, lleva a que aparezcan y reaparezcan modelos de comprensión de la diversidad. Desde esos marcos de entendimiento, los normales se acercan a aquellos que no lo son, y muestran argumentos debatibles y débiles fundamentados en la coexistencia y la tolerancia, más que en la convivencia y en el diálogo (Bello, 2019).

La educación que se propone es aquella que respeta las diferencias inherentes en todas las personas y, por lo tanto, es inclusiva e intercultural. Esta entiende las diferencias no mediante adjetivos de la educación, sino mediante constructos que la constituyen. En este sentido, es importante comprender que no hay relación entre diferencias y deficiencias, que el ser humano está mediado por la cultura y que la interculturalidad no es un lenguaje de una sola dirección. Al respecto, Panikkar (2006) manifiesta que no son realidades ni conceptos operativos, son dinámicos y, precisamente por esa característica, resulta difícil visualizarlas y comprenderlas. No pueden ser entendidas como entes independientes al margen de su actualización social, política y comunicativa, por lo que reconocer la diversidad cultural implica reconocer al otro, y huir de adscripciones previas y categorizadoras.

Según Álvarez (2019), la interculturalidad plantea una relación de doble vía, por un lado, es importante considerar la manera como la cultura del otro es afectada desde mi cultura y, por otro, los modos en que la cultura de los otros me afecta. En esa línea de ideas, toda relación es una interrelación y, en este sentido, el indicativo “inter” es importante porque las culturas se encuentran en un movimiento permanente, dadas las relaciones que las atraviesan. Sin embargo, esas relaciones pueden estar caracterizadas por la simetría y el diálogo, o por la imposición y la violencia. Lo anterior depende de lo que se piensa sobre los otros y las otras en ese encuentro de culturas. Por lo tanto, los modos de entender la cultura determinan los modos de relacionamiento intercultural y, así mismo, la comprensión y las prácticas de la cultura potencian la construcción de la política. De esa manera, es posible entender la interculturalidad como aquel acto bondadoso en el que el civilizado se ofrece como salvador del bárbaro o inferior.

Desde una perspectiva intercultural crítica, se exponen algunos desafíos que se convierten en subversivos y enriquecedores, pero también difíciles: en primer lugar, se requiere analizar las convicciones profundamente enraizadas, que nunca han sido puestas en discusión, porque las creencias absolutas generan superioridad de unas culturas sobre otras. En segundo lugar, se plantean el descubrimiento de las propias raíces culturales, la estimulación de la postura crítica y la transformación personal. Por último, el diálogo debe ser resignificado, lo cual implica que el cambio no es económico o político, sino antropológico y filosófico, es decir, se requiere comprensión a través del conocimiento mutuo. Se necesita confianza, más que certezas. La primera se orienta a la interculturalidad y la segundas al multiculturalismo, una estrategia inconsciente que perpetúa la asimetría entre culturas. En esta línea de pensamiento, solo sobre la confianza se funda la paz, aspiración innata del ser humano, que no se basa en el triunfo de una ideología, cultura o religión, sino en la confiabilidad que le permita al ser humano ser, pero a su manera (Panikkar, 2006).

La educación, al ser un proceso inacabado, requiere espacios de permanente reflexión y debate sobre alternativas de análisis que ayuden a comprender la pluralidad y las diferencias culturales. Estas son humanas y no pueden ser ignoradas. Querer instaurar un pensamiento o una civilización única “se deriva de haber confundido el pensamiento con la abstracción, [...] el respeto al [ser humano] exige el respeto a toda cultura” (Panikkar, 2006, p. 17). Justamente, es importante entender que el ser humano no tiene solo una naturaleza fisiológica, sino también cultural. En él incide la cultura, se cristalizan distintos estilos de vida y, por lo tanto, diferentes formas de pensar y de vivir la realidad, “la cultura es el mito englobante de cada cosmovisión en un tiempo y espacio determinados” (Panikkar, 2006, p. 16).

La comprensión de lo que se percibe como cultura es muy importante. Como lo explica Ruiz (2004), a partir de la analogía del iceberg, el 30% de la superficie fuera del agua se relaciona con los signos y rasgos externos de una cultura —como la forma de vestir, la manera de hablar o la comida—, el resto, es decir el 70% sumergido equivale a la parte que no es visible a primera vista, pero que constituye el grueso de cada cultura. Lo que se ve representa únicamente una parte de la realidad. En este sentido, es importante analizar la manera como se crean imaginarios sobre lo que está fuera del grupo al cual no se pertenece y que, lamentablemente, suelen estar cargados de prejuicios que categorizan a las personas de acuerdo con sus características culturales, y se transforman en estereotipos, es decir, generalizaciones simplificadas con una valoración positiva o negativa. Es difícil que estas se modifiquen a partir de experiencias individuales, porque, precisamente, los imaginarios sustentan el temor al contacto cultural.

La interculturalidad presenta varias perspectivas: la primera, relacional, se fundamenta en el contacto e intercambio entre culturas, por lo que se piensa que siempre ha existido. Esta oculta las prácticas de racialización, según la identidad nacional de cada país, y conduce a la minimización de la conflictividad por las relaciones de poder y dominación, aún presentes. La segunda, funcional, reconoce la diversidad desde una postura liberal que promueve el diálogo y la tolerancia, pero no toca las causas de la asimetría y la desigualdad social. Al contrario, intenta apaciguar el conflicto étnico y pretende mantener la estabilidad social, a través de políticas culturales que promuevan la diversidad cultural. Esta es muy popular en América Latina, incluso entre integrantes de grupos históricamente excluidos. La perspectiva que se requiere no parte del problema presente en las diferencias culturales, el punto medular es construir un proceso y proyecto que cuestione la lógica irracional instrumental del capitalismo y apunte a sociedades distintas, con base en las necesidades y los planteamientos de la gente que ha sufrido un histórico sometimiento (Walsh, 2012).

Es muy difícil precisar dónde empieza una cultura y dónde acaba otra, debido a que las identidades colectivas son dinámicas y variables, en estas influye un sinnúmero de factores. Panikkar (2006) explica que hay fronteras horizontales delimitadas por las creencias y determinadas por las culturas de los otros que pueden generar problemas relacionados con la interculturalidad, pero se pueden resolver a través del diálogo no dialéctico. Este posibilita que no se absoluticen las convicciones propias, se trata de un encuentro de dos dialogantes que se escuchan recíprocamente para comprenderse. Para lograr este fin, se requiere superar, desde la filosofía, el dilema del pensar sobre el ser analizado, que sitúa la racionalidad lógica por encima de la realidad humana. Sin el pensamiento no hay consciencia del ser, o dicho de otra forma, el pensamiento se proyecta sobre el ser humano, que no es solo mente. Por esta razón, el diálogo no pretende convencer al otro, requiere una actitud personal y no solo una estrategia que determine quién tiene la razón, o quién posee la verdad. El objetivo es la armonía derivada del diálogo entre culturas concretas, que entran en contacto, desde sus multiformes aspectos.

Algunas conclusiones y desafíos

Cuando se hace un análisis de la cultura, Rojas (2011) señala dos asuntos centrales: por un lado, la tensión entre unidad y diferencia y, por otro, la relación entre mismidad y alteridad. El peligro es que estas pueden estar ocultas en relaciones desiguales de poder, que hacen que se asuma la otredad como substancia y, en consecuencia, se le otorgue derechos al otro, mientas no altere el orden establecido. Es necesario insistir en que el ser humano no tiene solo una naturaleza fisiológica, en él incide la cultura y se expresan distintos estilos de vida, y diferentes formas de pensar y vivir la realidad. Las diferencias culturales son humanas y no pueden ser ignoradas, querer instaurar un pensamiento o una civilización única es un error, “el respeto al hombre [ser humano] exige el respeto a toda cultura”.

Es imperativo un profundo cambio de perspectiva en el entorno social, que conlleve a la eliminación de barreras mentales, prejuicios e ideologías. Se requiere analizar el entorno, porque allí se encuentra la hostilidad y no en la discapacidad, el color de piel, la procedencia, o el género. La pregunta es ¿dónde se generan las diferencias, las desigualdades y la exclusión? La educación intercultural e inclusiva debe ser entendida como un movimiento que se opone a cualquier forma de segregación por razones personales, sociales, étnicas o culturales (Aguilar, 2004). Es imprescindible cambiar los mapas cognitivos, paradigmas, conceptos y saberes para poder leer el presente, lo cual implica una nueva gramática para pensar lo educativo (Ocampo, 2018).

Así mismo, el empleo de una amplia gama de eufemismos para nombrar la alteridad, pero que no se traducen en reconocimiento político, epistemológico y/o pedagógico, muestra la necesidad de reconceptualizar los significados y las representaciones que se producen y reproducen. Se debe configurar la deficiencia no desde el formato médico y terapéutico, sino desde concepciones sociales, políticas y antropológicas, que eliminen las etiquetas y reinterpreten sus tradiciones comunitarias como construcciones históricas o culturales. Estas no se limitan a simples experiencias escolares (Skliar, 2000), porque la diversidad es una condición de las sociedades, lo que implica que no puede ser atendida, sino vivida (Bello, 2019).

Las teorías implícitas, creencias, esquemas mentales y las formas de percibir la realidad que caracterizan un habitus, también están presentes y van originando un sentido común en las acciones de las personas. De esa manera, se ocultan prácticas de discriminación y un sinnúmero de estereotipos que reproducen la separación y jerarquización social. Bajo este marco social desigual, la estructura, la organización, la normativa, los conceptos y otros aspectos de la educación son asumidos de forma acrítica y ahistórica, y se generan obstáculos epistemológicos. Lo anterior, revela la necesidad de reflexión, si queremos salir de la inercia en la que nos encontramos.

Hay una relación estrecha entre decolonialidad e interculturalidad. En el primer caso, se plantea el desafío de desvincularse del logos occidental con el cual se generan conocimientos que tergiversan la realidad. Por su parte, la interculturalidad crítica, explicada en este artículo, comprende la alteridad desde el distanciamiento de la identidad negativa de inferioridad y esencialismos propios del proyecto de modernidad, del que somos parte, a veces sin siquiera cuestionarlo. Las concepciones centradas en dualismos deben transformarse a partir de los conceptos de diferencias y singularidades propias del ser humano. Las racionalidades que fragmentan, clasifican y etiquetan generan discursos y retóricas que refuerzan la división social y legitiman la segregación y exclusión. De ahí, la necesidad de reconceptualizar y reimaginar desde una postura crítica que permita construir una relacionalidad distinta a la existente, en función a nuevas formas de pensar, sentir, actuar y vivir.

Referencias

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Notas

* * Artículo de reflexión.

Notas de autor

a Autora de correspondencia. Correo electrónico: larciniegas@uazuay.edu.ec

Información adicional

Cómo citar este artículo: Arciniegas Sigüenza, M. L. (2022). Proyecto de modernidad y tendencias discursivas sobre interculturalidad. ¿Hay relación entre decolonialidad e interculturalidad? Universitas Humanística, 91. https://doi.org/10.11144/Javeriana.uh91.pmtd

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