Entre ideología y pragmatismo: las relaciones entre Brasil y EE. UU. durante las presidencias de Jair Bolsonaro y de Donald Trump (2019-2020)*

Between ideology and pragmatism: Brazil-US relations under the presidencies of Donald Trump and Jair Bolsonaro (2019-2020)

Klaus Bodemer

Entre ideología y pragmatismo: las relaciones entre Brasil y EE. UU. durante las presidencias de Jair Bolsonaro y de Donald Trump (2019-2020)*

Papel Político, vol. 29, 2024

Pontificia Universidad Javeriana

Klaus Bodemer a

GIGA Instituto de Estudios Latinoamericanos, Alemania


Recibido: 06 junio 2023

Aceptado: 28 febrero 2024

Resumen: Las relaciones entre Estados Unidos y Brasil fueron marcadas a lo largo de los tiempos por fases de menor o mayor aproximación, de distanciamiento o alineamiento, explicables (entre otras cosas) por diferentes estrategias en las políticas exteriores de ambos países. Partiendo de esta observación y de algunas diferenciaciones conceptuales, propuestas por Gardini, Gomes Saraiva y Hermann, el texto analiza las relaciones bilaterales durante las presidencias de Donald Trump y Jair Bolsonaro (2019 y 2020) en las diferentes áreas económicas y políticas — comercio e inversiones, política espacial y seguridad, el trato de Venezuela y las relaciones con China— y pregunta si estas relaciones confirman la hipótesis de una ruptura total con la política exterior brasilera tradicional bajo los dos presidentes outsiders Trump y Bolsonaro.

Palabras clave:relaciones entre EE.UU. y Brasil, Trump y Bolsonaro, relaciones Brasil-China, americanismo, desamericanización.

Abstract: Relations between the United States and Brazil have been marked over the years by phases of greater or lesser rapprochement, distancing or alignment, which can be explained (among other things) by different strategies in the foreign policies of both countries. Based on this observation and on some conceptual differentiations proposed by Gardini, Gomes Saraiva and Hermann, this text analyses the bilateral relations during the presidencies of Donald Trump and Jair Bolsonaro (2019 y 2020) in different economic and political areas —trade and investment, space policy and security, the treatment of Venezuela and the relations with China— and asks whether these relations confirm the hypothesis of a total break with traditional Brazilian foreign policy under the two outsider presidents Trump and Bolsonaro.

Keywords: US-Brasil relations, Trump and Bolsonaro, Brasil-China relations, americanism, “desamericanización”.

Introducción

Las relaciones entre EE. UU. y Brasil forman parte de las relaciones hemisféricas. Históricamente, estas últimas estuvieron marcadas a lo largo del tiempo por fases de mayor o menor proximidad. Varios factores lo explican, por ejemplo, las diferentes estrategias de política exterior de ambos lados. En el caso de EE. UU. ellas han oscilado durante los últimos dos siglos hasta nuestros días entre el aislacionismo y el intervencionismo; entre el proteccionismo y el expansionismo agresivo; entre la alternancia de estrategias internacionalistas, regionalistas y aislacionistas; entre la dominación y el benign neglect; entre la predominancia de objetivos idealistas o un crudo realismo, y entre una visión universalista o más bien una más particularista (Frenkel, 2016, p. 2).

Estas ambivalencias caracterizan también las relaciones bilaterales entre el hegemón del norte y Brasil, en las cuales, visto desde Brasil, alternaron fases con políticas dirigidas a una mayor autonomía y distancia hacia el norte con otras de un estrecho alineamiento en busca de inversiones y socios para impulsar el desarrollo nacional, particularmente en los sectores industrial, militar y/o de comercio exterior —objetivos estos perseguidos por una estrategia americanista o globalista—.

No obstante, estas estrategias cambiantes en las relaciones bilaterales a lo largo del tiempo se fundaron durante muchas décadas en una base material, institucional y personal sólida, hecho que ha ocasionado un observador hablar medio siglo atrás de una alianza no escrita entre ambas potencias (Burns, 1966), recordando al hecho de que, históricamente, las relaciones bilaterales son unas de las más antiguas y amistosas del continente americano. EE. UU. fue el primer país en reconocer la independencia de Brasil (en 1824) y uno de los primeros en abrir una embajada en territorio brasileño (en 1825). A lo largo del tiempo, se ha desarrollado un entendimiento mutuo con bases económicas y sociales sólidas, acompañado por un diálogo político muy intenso y una amplia gama de visitas de Estado mutuas. Este paralelismo entre estrategias y conceptos cambiantes y una base material e institucional relativamente sólida desde el siglo XIX explica que las relaciones bilaterales contenían siempre elementos de pragmatismo y de ideología, si bien en proporciones variables de gobierno a gobierno.

Independientemente de las características comunes mencionadas y de la experiencia acumulada, estos elementos comunes aparentemente no alcanzaron para que las relaciones bilaterales fueran vistas en Washington de la misma manera que en Brasilia. Uno de los factores que explican esta discrepancia en la evaluación de las relaciones bilaterales lo ha mencionado Evan Ellis cuando habla de una cierta Brazil myopia, subrayando que Washington con frecuencia desatendió el potencial enorme de Brasil como socio, así como el precio de ignorarlo (Ellis, 2017). Según este autor, el interés político, e incluso el académico, tiende en EE. UU. a enfocarse en primer lugar en los países hispanohablantes del continente, un fenómeno del que Bolsonaro, como lo vamos a ver, pese a su cercanía con su hermano de espíritu en Washington, también ha tenido que tomar nota.

Partiendo de esta breve referencia a la historia de las relaciones entre EE. UU. y Brasil, y de algunas de sus características, me propongo analizar a continuación con más detalle las relaciones bilaterales durante las presidencias de Donald Trump y de Jair Bolsonaro (2019-2020). Mis fuentes son materiales de prensa, documentos oficiales de ambos países y literatura especializada. Con respecto a la metodología que aplico en este trabajo, me decido en favor de una metodología deductiva de dos dimensiones, una discursiva, con el objetivo de identificar las percepciones y prioridades de los protagonistas Trump y Bolsonaro y de algunos miembros de sus equipos; y una segunda de tipo institucional y material, que tematiza el desempeño de las instituciones y acciones en áreas políticas y económicas determinadas, con el fin de observar patrones de continuidad y/o cambio.

Conceptos analíticos e hipótesis básicas

En lo conceptual, nos apoyamos a cuatro autores: Gian Luca Gardini, Miriam Gomes Saraiva, Charles F. Hermann y Alejandro Frenkel. Sus paradigmas y diferenciaciones terminológicas nos parecen especialmente fructíferas para estudiar el grado de variación en las relaciones bilaterales entre EE. UU. y Brasil durante las presidencias de Trump y de Bolsonaro, en comparación con el rumbo seguido en períodos anteriores. Gian Luca Gardini, especialista en Relaciones Internacionales de América Latina, diferencia entre una política exterior pragmática, basada en necesidades, la practicabilidad de ideas y la consideración de las consecuencias de ciertas acciones; y una política exterior ideológica, que parte de un mapeo cognitivo y se concentra en doctrinas y principios (Gardini, 2011). Miriam Gomes Saraiva, profesora de la Universidad del Estado de Río de Janeiro (UERJ) y especialista en políticas exteriores de Brasil, se concentra en grupos de pensamiento en el Palacio Itamaraty y distingue dos grupos: los institucionalistas pragmáticos y los autonomistas. El primer grupo aboga por la liberalización condicionada de la economía y defiende el apoyo de Brasil a regímenes internacionales y a las reglas establecidas del orden liberal. El segundo grupo defiende la autonomía, favorece la cooperación sur-sur y lucha por el liderazgo de Brasil en la región y por su ascenso como global player, al tiempo que comparte las ideas de regionalismo y de desarrollismo propagadas por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) (Gomes Saraiva, 2010). El tercer autor, Charles F. Hermann, profesor emérito de la Universidad de Texas A&M, entiende los cambios en la política exterior como consecuencia de la alternancia de distintos gobiernos, y distingue en ello cuatro modalidades: (1) adjustments, es decir, cambios en la intensidad y el estilo; (2) program changes; (3) target, objective changes, y (4) changes in the pattern of international insertion (Hermann, 1990).

Finalmente (y cuarto), nos valdremos de dos conceptos de Alejandro Frenkel, quien analiza las relaciones bilaterales entre Brasil y EE. UU. desde una perspectiva estratégica: el americanismo y la desamericanización (Frenkel, 2018). En su núcleo, el primer concepto retoma los principios de José Maria da Silva Paranhos Júnior, conocido como el Barón de Río Branco, ministro de Relaciones Exteriores de la (nueva) República de Brasil entre 1902 y 1912, y fundador de una diplomacia estatal moderna. El Barón veía a Estados Unidos como un socio natural de Brasil y consideraba la Doctrina Monroe como un muro protector contra el imperialismo europeo, así como una garantía de paz y estabilidad en la región (Bethell, 2009). Brasil se inclinó durante gran parte del siglo XX por esta estrategia que buscaba cuidar una relación privilegiada con el gran vecino del norte, la que se manifestó a su vez a lo largo de la historia brasileña en dos variantes. En la de Getúlio Vargas, la proximidad con Washington operó como una vía pragmática para profundizar el desarrollo nacional. En la segunda variante, practicada por el Gobierno de Humberto de Alencar Castelo Branco, el primero de los presidentes de la dictadura instaurada en 1964, el americanismo tuvo un componente ideológico más rígido y Brasil afirmó sus credenciales “occidentales” y anticomunistas, decretó como prioritario el vínculo con EE. UU., abrió la economía al capital extranjero y congeló la política latinoamericana de los presidentes anteriores Kubitschek, Quadros y Goulart. Por su parte, el concepto de desamericanización o universalismo abogó por una vía alternativa de Brasil en la arena internacional. Esa alternativa se apoyaba en vínculos estrechos y solidarios con otros países en desarrollo, al tiempo que subrayaba la afinidad cultural de Brasil con sus vecinos latinoamericanos. Esa narrativa fue promovida por la Cepal, cuyo primer director, Raúl Prebisch, promulgó el modelo centro-periferia como característico de la economía mundial. Este modelo, acompañado por las teorías de la dependencia, llevaría a desarrollar una identidad propia de la periferia del mundo, destacando así la brecha creciente entre un norte desarrollado y el subdesarrollo del sur. En el siglo XXI, el paradigma de desamericanización o universalismo fue propagado y practicado por Lula da Silva (2003-2010) y por su sucesora Dilma Rousseff (2011-2016).

A continuación, parto de las siguientes hipótesis:

  1. La política exterior de Bolsonaro significa un cambio radical de rumbo respecto a la de sus antecesores y una ruptura con elementos centrales de la política exterior practicada durante décadas en el Palacio Itamaraty.

  2. Retomando la diferenciación de Alejandro Frenkel (2018) entre el americanismo y la desamericanización de la política exterior brasileña, se establece que la primera estrategia —el alineamiento estrecho con EE. UU.— fue, por un lado, la dominante de Bolsonaro; no obstante lo cual, por otro lado, ciertos elementos de desamericanización del pasado fueron mantenidos por Bolsonaro.

  3. A pesar del predominante americanismo de su política, Bolsonaro pudo mantener cierto grado de autonomía, visible en primer lugar en sus relaciones con China. Ello ha sucedido, no por convicción del presidente, sino debido a hechos de la economía que determinan una creciente interdependencia económica entre Brasil y la potencia asiática.

  4. Con respecto a la perspectiva de Washington, la política norteamericana hacia América Latina en general, y hacia Brasil en particular, decrece bajo la presidencia de Donald Trump. Más allá de una concepción genuina expresada en el eslogan “America first”, es más bien una mezcla en crudo de elementos ideológicos al nivel discursivo y de acciones pragmáticos en aquellas áreas intermésticas de las cuales Trump supone que le sirven para alcanzar su objetivo principal: “Make América great again”. Se trata, en primer lugar, de las áreas intermésticas: las migraciones, un clásico campo de intermestic policy, el comercio (en primer lugar: el futuro del Nafta), la seguridad, incluso el tráfico de drogas y la democracia liberal y representativa, amenazados por líderes autoritarios. Los países prioritarios de la Casa Blanca son, siguiendo estas prioridades: México y el triángulo norte de Centroamérica (Guatemala, El Salvador y Honduras), Cuba, Venezuela y Colombia. Con la excepción de estos países, la preocupación de Trump por América Latina fue marginal; el resto de la región prácticamente no existe, tampoco América Latina como región, como la ausencia de Trump en las VII Cumbre Hemisférica en Lima en Abril 2018 —un fenómeno sin precedente en la historia de este encuentro— ha demostrado con toda claridad. La política exterior de Trump es, por lo tanto, en gran parte una prolongación de la política interna, y alude a un Estados Unidos menos intervencionista en lo político-militar y más proteccionistas en lo económico. Significa también la priorización en la política exterior de la prosperidad económica y de la seguridad estadounidense —ambos amenazados en la percepción de Trump y de su equipo (entre otros) por las olas migratorias desde el triángulo norte y por la creciente presencia de China como competidor en la región. Para América Latina Trump significa tanto un peligro como una oportunidad. Con su rechazo de cualquier integración latinoamericana, su bilateralismo y sus políticas tanto internas como externas se orientan exclusivamente hacia los intereses norteamericanos, cargando a los socios latinoamericanos en primer lugar en el área del comercio y de las inversiones directas, así como en la defensa de la democracia liberal, en la lucha contra el tráfico de drogas, en el crimen organizado y en las migraciones incontroladas. El interés de Washington por Brasil, que en estas áreas no juega un rol destacado, es , por lo tanto, más bien modesto.

  5. Tanto Trump como su contraparte Bolsonaro persiguen una política exterior con fuertes elementos ideológicos. Eso no excluye que ambos mandatarios muestren al nivel de la acción más de una vez mucho pragmatismo, calculando costos y beneficios, pero al mismo tiempo toman en cuenta que el perseguido objetivo central y los intereses de importantes aliados internos no sean lesionados.

Vaivenes en las relaciones bilaterales en la era de Bolsonaro y Trump

Relevancia de la política exterior en general y de las relaciones con Estados Unidos, en particular en la plataforma electoral de Bolsonaro y en su reflejo en la composición del gabinete ministerial y en las primeras medidas de la nueva administración con respecto a Estados Unidos

Desde el comienzo de su mandato en enero de 2019, Jair Bolsonaro apuntó a una estrecha alianza con Estados Unidos, basada en su alta admiración por Donald Trump, con el cual compartió una serie de características personales e ideológicas. De los trece viajes internacionales que Bolsonaro ha hecho entre enero 2019 y enero de 2021, cuatro han tenido por destino Estados Unidos. En todos estos viajes tuvo encuentros con Trump, excepto en su viaje a Dallas, entre el 14-16 mayo de 2019, cuando fue condecorado como la persona del año por la Brasilian-American Chamber of Comerce. Una vez más, Bolsonaro encontró a Trump durante la Cumbre del G20 en Osaka.

Con Bolsonaro, cuyos discursos figuraban durante su lucha por la presidencia desde el comienzo en el año 2017 bajo el eslogan recurrente “Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos” (Polimédio, 2017), ingresaba al Palacio de Planalto un político de extrema derecha que se había mostrado racista, homofóbico y xenofóbico. Algunos —también él mismo— le apodaron el Trump de Brasil. Su victoria electoral a finales de 2018 se nutrió de tres fuentes de apoyo: primero, del muy popular sentimiento anti-PT, extendido también en gran parte de la clase media brasileña. Su argumento central fue que la estrategia sur-sur seguida por Lula da Silva contribuía en realidad con la creación de una alianza con regímenes dictatoriales y asesinos y que encerraba el peligro de que el propio Brasil terminase siendo “una segunda Venezuela” si el PT ganaba las elecciones. Por lo tanto, y ello sería la segunda fuente de apoyo, Brasil debía alinearse con los países que pudieran ofrecerle beneficios en las áreas del comercio y de la tecnología, en particular con EE. UU., Italia e Israel (Bolsonaro, 2018). La tercera fuente de la plataforma de gobierno de Bolsonaro fue el antiglobalismo, comprendido, según el escritor brasileño de derecha Olavo de Carvalho —ideólogo jefe de Bolsonaro y una versión brasileña de Steve Bannon (el “monje gris” de Trump)— como una ideología que apunta a un “aparato burocrático global, opaco y fuertemente centralizado” (Martins, 2018), con el objetivo de controlar a la población para alejarla de los valores verdaderos, en particular de aquellos vinculados con Dios, la nación y la familia. Según esta narración, el aparato burocrático se identifica con las Naciones Unidas, con sus suborganizaciones y con la Unión Europea; es financiado por grandes corporaciones e inversores, y persigue una “agenda cultural marxista” que incluye los derechos de la mujer y de personas transgenders, el control del mercado de armas, el derecho al aborto, el secularismo y el ambientalismo. Luchar contra el globalismo es, por lo tanto, el único camino para restaurar los valores conservadores tradicionales, identificados con la civilización judeo-cristiana (De Carvalho, 2015). La ideología antiglobalista se alimenta del deseo de regenerar a occidente desde el punto de vista espiritual, económico y político, lo que, en palabras del ministro de Relaciones Exteriores de Brasil, Ernesto Araújo, exige un apoyo incondicional a Donald Trump, “el único hombre que puede salvar la civilización occidental” (Araújo, 2017).

Esa mezcla de aspiraciones neoliberales y retórica nacional-populista, que caracterizó el discurso de Bolsonaro, determina una política exterior plena de contradicciones y difícil de comprender tanto en términos de formulación como de ejecución. Bolsonaro evocó el período de la Guerra Fría al hablar de luchar contra el comunismo y al defender el régimen militar en el poder en Brasil entre 1964 y 1985. No extrañó, tras esos pronunciamientos, que las primeras visitas oficiales del nuevo presidente fuesen a tres gobiernos de vertiente derechista: los de Chile, EE. UU. e Israel. Una señal adicional neonacionalista ha sido su evidente aversión al multilateralismo y a las medidas de integración regional, y su preferencia por las relaciones bilaterales.

En resumen, y siguiendo a Casarões y Flemes (2019), la plataforma electoral de Bolsonaro y sus primeros pronunciamientos como presidente electo pueden describirse, en lo referente a la política exterior, como una combinación de anticomunismo, antiglobalismo y la simple reproducción de estrategias e intereses de Trump (p. 3). Una parte importante del electorado que votó por Bolsonaro lo hizo considerándolo parte de una revolución popular contra el establishment político.

Los componentes ideológicos del discurso bolsonarista hallan su correlato en su gabinete ministerial compuesto por tres facciones: los neoliberales, los militares y los antiglobalistas. Los neoliberales siguen al sector bancario y particularmente al superministro de Economía Paulo Guedes, economista altamente calificado, egresado de la Universidad de Chicago, centro de la escuela neoliberal, quien, además, es especulador y el fundador de instancias de investment banking. Las siguientes propuestas preelectorales de Guedes fueron aclamadas por los mercados financieros, como la privatización de las empresas del Estado altamente contaminadas por corrupción; las medidas de desregulación; la disminución de los costos por personal en el servicio público, y la simplificación del sistema impositivo.

Los neoliberales están alineados con Tereza Cristina, ministra de Agricultura, Ganadería y Abastecimiento, cuyos principales esfuerzos se han centrado en abrir la frontera agraria, particularmente en la región amazónica, fomentar las exportaciones agrarias y abrir mercados extranjeros.

La facción militar está formada por siete ministros que son militares retirados y que, a comienzos de 2021, eran nueve. Hamilton Mourão, general retirado del ejército y vicepresidente de la República, encabeza el grupo. El núcleo de la facción militar es el llamado Grupo Brasil, que durante las semanas de transición se encargó de preparar las políticas del nuevo gobierno; este grupo mantiene estrechas relaciones con militares en actividad. El poder de Mourão se manifiesta también a nivel legislativo, cuando en el Congreso Nacional se decide sobre asuntos presupuestales: su apoyo proviene de partidos políticos en los que abundan los exmilitares y miembros de fuerzas de seguridad. Uno de ellos, asesor de Bolsonaro en asuntos de seguridad, es el general retirado Carlos Alberto dos Santos Cruz, quien ocupa en el gabinete el puesto de ministro de la Secretaría de Gobierno y comparte con un ministro civil, Onyx Lorenzoni, las tareas de relacionamiento con el Congreso Nacional. Ello les permite un mayor control de las negociaciones con los parlamentarios. A su vez, Olavo de Carvalho, pensador también conservador, ejerce gran influencia sobre la facción.

Durante la primera mitad de su mandato, Bolsonaro promovió continuamente su plan de extender la cooperación con el sector militar y de fortalecer su presencia en las instituciones estatales. Una decisión en tal sentido ha sido en marzo de 2021 la designación del exgeneral Joaquim Silva e Luna como presidente de Petrobras: nuevamente un militar, por primera vez desde 1989. La reacción de la Bolsa brasileña ante ese nombramiento fue la caída de las acciones de la petrolera estatal (Czymmeck y Oswald, 2021). Puede decirse que la influencia de los militares en el gobierno es enorme. Al comienzo de 2021, más de 6000 puestos en la administración estatal estaban ocupados por militares, más incluso que en los tiempos de la dictadura (Heuser, 2021, p. 3).

La tercera agrupación, los antiglobalistas, está conformada por el triángulo de Ernesto Araújo, ministro de Relaciones Exteriores; Filipe Martins, asesor presidencial en asuntos internacionales; y Eduardo Bolsonaro, el hijo mayor del presidente. En su artículo “Trump and the West”, publicado en una revista diplomática, Araújo afirma que Trump está salvando la civilización occidental cristiana del islam radical y del marxismo global cultural, y llama a defender la identidad nacional. Araújo se propuso como tareas principales consolidar las relaciones con Washington, reconocer a Jerusalén como capital política de Israel, mantener el enfrentamiento contra el gobierno de Maduro y cuidar las relaciones con gobiernos nacional-populistas en el mundo, como, por ejemplo, el de Viktor Orbán en Hungría y el de Matteo Salvini en Italia, así como con los nuevos aliados en América Latina (Araújo, 2017).

Para alcanzar sus objetivos, los antiglobalistas se plantearon dos necesidades: primero, despedirse de la tradición previa en las relaciones exteriores de Brasil, inspirada en los principios del pragmatismo, del universalismo, del multilateralismo y de la priorización de la solución pacífica de los conflictos internacionales; segundo, redefinir las prioridades en política exterior, concediendo una clara preferencia al vínculo con Washington (con ciertas reminiscencias de las relaciones carnales de Argentina con la potencia líder del norte durante el gobierno de Carlos Menem), y seguidamente, a las relaciones con otros presidentes de la derecha en la región, como Sebastián Piñera de Chile e Iván Duque de Colombia. Los antiglobalistas son cuestionados dentro del gobierno por los miembros de la facción militar, entre ellos particularmente por el vicepresidente Hamilton Mourão. Este objetó, por ejemplo, el anuncio realizado por Bolsonaro de que trasladaría la embajada brasileña desde Tel Aviv a Jerusalén, una clara señal tanto para los grupos evangélicos cuyo apoyo es fundamental para Bolsonaro como para los militares que admiran a Israel por su audacia militar, y también que cerraría la embajada de Palestina en Brasilia. Mourão criticó ambas medidas, argumentando que colocarían a Brasil en la mira directa del terrorismo islámico. Finalmente, Bolsonaro revisó la decisión y optó por meramente abrir una oficina de comercio y turismo en Jerusalén. Por otro lado, el lobby agrícola, e incluso Tereza Cristina, Ministra de Agricultura, Ganadería y Abastecimiento, advirtieron contra las reacciones del mundo árabe frente a una política pro Israel. Curiosamente, fue ella también una de las voces que criticó la política de deforestación en la región amazónica, y, a su vez, se generó una fuerte crítica por parte de la Unión Europea, socio importante del comercio de productos agrarios, contra las prácticas de fumigación en la zona (Casarões y Flemes, 2019, p. 6).

Tras resultar electo en la segunda vuelta, el presidente Bolsonaro prometió una “gran transformación” del país, incluso un “nuevo orden” que no llegó a especificar. Así, pudo contar con el apoyo de los militares, del movimiento evangélico —cada vez más fuerte en el Congreso Nacional—, de gran parte del sector empresarial y de un segmento conservador creciente en la población. También habrán celebrado los resultados electorales empresas del sector minero y agrario, que en diversas regiones han infringido impunemente leyes sociales y medioambientales. Sus representantes celebraron los anuncios de Bolsonaro de que abriría para su explotación económica la región amazónica, incluso algunas zonas ambientales protegidas y reservas indígenas. Se trata de empresas concentradas en pocas manos, fuertemente exportadoras, de gran influencia y poder en sus respectivas regiones, así como en Brasilia. Ellas apoyan decididamente a Bolsonaro, a quien consideran como su salvador desde la derecha (Fischermann, 2018).

Los primeros pasos de Bolsonaro fueron elocuentes y mostraron cuál sería el nuevo rumbo en la política exterior brasileña. Su primera visita oficial, en marzo de 2019, fue a Washington, contra cierta tradición diplomática brasileña que la dedicaba a Argentina. Los asuntos tratados durante esa visita abarcaron una amplia gama de temas comerciales, militares e ideológicos. Su segunda visita oficial la dedicó a Chile, para participar en el encuentro de presidentes del Foro para el Progreso de América del Sur (Prosur), una iniciativa de líderes políticos de la derecha, contrarios a la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur).

Una idea central del nuevo gobierno brasileño fue la de concebir a Brasil como el primer país emergente en un eje de países de orientación de derecha que se extiende desde EE. UU., pasa por Italia y abarca hasta Israel (Blasberg et al., 2018).

Si bien Trump felicitó a Bolsonaro por su victoria electoral la misma noche de los resultados y celebró su intención de consolidar una estrecha alianza con Washington, no asistió personalmente a la toma de posesión en Brasilia en enero de 2019, sino que envió en su lugar a Mike Pompeo, su secretario de estado. Trump exhortó al vencedor electoral en Brasil a “trabajar codo a codo para mejorar las vidas de la gente en Estados Unidos y Brasil y, como líderes regionales, en las Américas” (Cué Barberena, 2018). Bolsonaro había expresado varias veces durante su campaña electoral su admiración por Trump, y, en varias oportunidades, dijo: “Trump quiere que Estados Unidos sea grande. Yo también quiero un Brasil grande” (“‘Trump quiere’”, 2018).

En la práctica, la política exterior de Araújo llevó durante el primer año un rumbo zigzagueante, nada claro. Ya, pocas horas después de haberse posicionado el nuevo Gobierno, el canciller brasileño explicó, tras reunirse con Pompeo, que las dos mayores economías del hemisferio trabajarían conjuntamente “por un orden internacional diferente”, y que Brasil “se está realineando consigo mismo, con sus propios ideales”, refiriéndose a la ruptura infligida a décadas dedicadas por los gobiernos previos a establecer una “equidistancia de las grandes potencias y de esfuerzo de las relaciones Sur-Sur” (“Ahora es todo lo contrario”, 2019).

La primera visita de Bolsonaro a Washington en marzo de 2019 confirmó que las relaciones de Brasil con la administración Trump serían más estrechas que durante los gobiernos previos. Bolsonaro presentó ese viaje como una celebración antiglobalista que incluyó una cena con Steve Bannon y Otavo de Carvalho, ideólogos líderes antiglobalistas de ambos lados. El encuentro en Washington sirvió también para moderar los avances de las otras dos facciones en el gobierno: la militar y la neoliberal. A su vez, Brasil concedió una unilateral visa waver policy para ciudadanos estadounidenses. Trump y John Bolton, por algún tiempo uno de sus consejeros de Seguridad Nacional, encontraron en Bolsonaro un aliado de primer nivel, con cuyo apoyo apuntaron a restablecer la tradicional influencia de EE. UU. y a reducir la incidencia de los políticos de izquierda en la región.

Pero el acercamiento demostrado en la visita a Washington en marzo de 2019 tuvo también una faceta menos visible, como con razón destacaron Casarões y Flemes (2019, p. 6). De hecho, ello amenazaba con chocar violentamente contra los intereses de los neoliberales y de los militares en el gobierno brasileño, y puso en evidencia que el alineamiento sin fisuras con Washington, en la terminología de Frenkel la americanización incondicional del país, tendría un alto precio. La cara oculta es la intención que John Bolton expresó como sigue: “Nosotros esperamos con interés trabajar con (Brasil) sobre Venezuela, Irán y China” (Bolton, 2019; traducción propia).

Las relaciones bilaterales en las diferentes áreas económicas y políticas

Más allá de los discursos de ambos mandatarios, pletóricos en elogios mutuos, los temas concretos y determinantes para las relaciones bilaterales entonces tratados fueron: en lo económico. el comercio y las inversiones directas, y, en lo político, cuestiones de seguridad y de defensa, la manera de tratar los países “disidentes” Venezuela y Cuba y, finalmente, un tema crecientemente preocupante para Washington: los vínculos cada vez más estrechos entre Brasil y China.

El área económica: comercio e inversiones extranjeras. De la “luna de miel” en el discurso a la prosaica realidad de los hechos

En política económica, materia de la cual Bolsonaro ha confesado no comprender nada, su gobierno se atuvo a practicar bajo su ministro de Economía y Finanzas, Paulo Guedes, una receta neoliberal de ingredientes clásicos, a saber: la protección de la propiedad privada, la reducción del Estado, la privatización de empresas públicas, la estabilidad macroeconómica con escaso gasto social, la reducción de aranceles y de barreras no arancelarias, así como la firma de acuerdos bilaterales de libre comercio en sustitución de los compromisos multilaterales. Este cocktail prometía ser bien recibido por el entonces inquilino de la Casa Blanca.

La política comercial suele ser un área altamente controversial en las relaciones bilaterales. Desde comienzos de los años de 1990, Brasil venía priorizando en su política comercial la integración con sus vecinos en América del Sur a través del Mercado Común del Sur (Mercosur) y de negociaciones multilaterales en el marco de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Debe señalarse que, en sus más de treinta años de existencia, el Mercosur no ha alcanzado más que un modesto estadio de integración y ha servido a las economías de sus países-miembros más para protegerse contra la competencia externa que como una plataforma para insertarse activamente en la economía internacional. En el marco de la OMC, Brasil solía unirse a socios del sur para lograr mejor sus objetivos, como forzar a los países desarrollados a reducir el alcance de sus medidas proteccionistas en el sector agrario, así como defender sus propios mercados de la competencia de los países del norte en los sectores industrial y de servicios. Estos afanes bloquearon tanto la conclusión de la última ronda de negociaciones multilaterales de comercio, en la llamada Ronda Doha, como también los esfuerzos de EE. UU. durante las décadas de 1990 y 2000 por establecer un espacio hemisférico de libre comercio, el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Este régimen de integración fracasó definitivamente en la Cuarta Cumbre de las Américas, celebrada en noviembre de 2005 en Mar del Plata, y tal fracaso se debió no en última instancia también a la resistencia que opuso el gobierno de Lula da Silva.

Si bien el comercio bilateral entre EE. UU. y Brasil ha crecido significativamente en las últimas dos décadas, los flujos han padecido, por otra lado, las consecuencias de la volatilidad económica de fines de la década de 1990, la crisis financiera mundial de 2007-2008 y la recesión brasileña de 2014-2017. Ambos países acordaron en la primera visita oficial de Bolsonaro a Washington reducir las tarifas para algunos productos agrícolas. Brasil aceptó importar sin aranceles 750.000 toneladas de carne estadounidense y prometió además adoptar estándares científicos que le permitirían exportar carne de cerdo a América del Norte. Desde 2017, el mercado estadounidense se hallaba cerrado al ingreso de la carne bovina de Argentina. En ese primer encuentro entre ambos mandatarios en Washington se firmaron acuerdos adicionales, por ejemplo, que EE. UU. enviaría rápidamente una delegación técnica, con el fin de implementar una eventual reanudación de las importaciones de carne brasileña, suspendidas desde 2017. Ese tratado tuvo gran repercusión en Brasil, por cuanto su implementación impactó considerablemente la agricultura y el sector exportador brasileños. Por otro lado, para Argentina ese acuerdo resultó un baldazo de agua fría, dado que el país exporta tradicionalmente muchos de estos productos a Brasil (Schapire, 2019).1

El comercio bilateral creció en 2019 a un valor de 73.9 mil millones de dólares, generando para EE. UU. un superávit de 12.2 mil millones de dólares. Las principales exportaciones de los EE. UU. a Brasil fueron en el período gasolina, aviones, máquinas y químicos orgánicos. Brasil fue en 2019, por importancia comparativa, el decimocuarto socio comercial de EE. UU.; este último país fue el segundo socio comercial más importante de Brasil.2 Brasil saca provecho del Sistema General de Preferencias (SGP) de la OMC, y, en tal sentido, fue en 2019 el cuarto país más beneficiado de este program.3 En el área de servicios son el transporte y de las telecomunicaciones, estas categorías fueron las más importantes de las exportaciones de EE. UU. a Brasil, y los business services fueron la categoría más importante de las importaciones desde Brasil.4

Las inversiones estadounidenses directas en Brasil crecieron continuamente entre 2010 y 2020: del valor de 66.9 mil millones de dólares en 2010 se pasó al valor de 78.9 mil millones de dólares en 2020, con inversiones significativas en manufacturas, finanzas y minería, entre otros sectores.5

En Washington, se acordó además impulsar el Althelia Biodiversity Fund Brazil, fomentado por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid), con cien millones de dólares, con el fin de lograr un impact investing de empresas para la conservación ambiental en la región amazónica. Se facilitaron los viajes y se impulsó el intercambio académico entre ambos países. Finalmente, ambas partes lanzaron un nuevo foro energético con la participación del sector privado, y fortalecieron la cooperación en el financiamiento de proyectos de infraestructura a través de la iniciativa Growth in the Americas (U.S. Embassy & Consulates in Brazil, 2020).

Con respecto a un posible acuerdo comercial bilateral, los dos gobiernos declararon a finales de julio de 2019 que habían comenzado oficialmente las negociaciones. Ya algunos días antes, tras un evento en la Cámara de Comercio entre ambos países en São Paulo, el secretario de comercio del gobierno estadounidense, Wilbur Ross, declaró lo siguiente, con respecto al tratado Mercosur - Unión Europea: “Es importante que no haya nada en ese acuerdo (Mercosur-UE) que se contradiga con un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos” (Armendáriz, 2019). Un mes antes, durante la Cumbre del G-20 en Osaka, Japón, el Mercosur y la Unión Europea (UE) habían anunciado que, después de veinte años de arduas conversaciones, habían concluido exitosamente las negociaciones para un acuerdo entre ambos bloques.

Mas allá, y en contra de las buenas intenciones de ambos mandatarios para lograr un acuerdo comercial bilateral, hubo una serie de obstáculos para su realización. Estados Unidos tiene una industria manufacturera muy desarrollada y competitiva frente a la cual la brasileña estaría muy en desventaja. A ello se agrega que Brasil produce muchos de los mismos productos agropecuarios —azúcar, etanol, maíz, jugo de naranja, carnes— que EE. UU. protege con amplios subsidios. Un tercer impedimento es, como ya hemos mencionado, el marco legal del Mercosur, según el cual cualquier acuerdo de libre comercio de uno de sus miembros con otro país debería ser autorizado por los otros tres socios, lo cual demandaría largos plazos. Ante esa situación, la estrategia de Brasil fue avanzar entre tanto en aquellos aspectos de la relación bilateral con EE. UU. que no significaran una modificación de las tarifas comerciales del Mercosur, a saber: temas relativos a inversiones, servicios, compras gubernamentales, seguridad y defensa. La intención de Brasil fue aprovechar la coyuntura favorable del momento, así como el hecho de que el país ocupaba en esos meses la presidencia rotativa del Mercosur y, en tercer lugar, el haber sido designado “aliado preferencial extra-OTAN” para una negociación de aranceles favorables con EE. UU., en referencia con la sintonía política entre Trump, Bolsonaro y Mauricio Macri (Armendáriz, 2019).

Un paso atrás en las relaciones económicas bilaterales significó el hecho de que Trump acusase a Brasil y a Argentina el 2 de diciembre de 2019 de manipular sus monedas en detrimento de los agricultores estadounidenses y que anunciase que, como contrapartida, reimpondría “con vigencia inmediata” —aunque no mencionó un plazo— los aranceles al acero y al aluminio para ambos países. Sin embargo, varios pronunciamientos de la Casa Blanca durante 2019 mostraron que había realmente escasas las probabilidades de que Brasil y su vecino Argentina fuesen víctimas de aranceles para los metales mencionados. Desde 2018, rige un acuerdo por el cual Brasil se obliga a exportar ciertos contingentes de acero y aluminio como compensación por el hecho de que se los liberó de impuestos. El 22 de diciembre el periódico El Espectador informó que una persona no identificada del entorno de Trump había confirmado que los aranceles no regresarían (“Trump y Bolsonaro”, 2019).

La situación se mantuvo indefinida y ganó en confusión cuando el 3 de marzo de 2020 Trump declaró que no haría promesas en cuanto a futuros aranceles para productos brasileños (“Destacan rechazo”, 2020). Sin embargo, Trump decidió una semana después de manera aparentemente repentina la implementación inmediata de aranceles de 25% al acero y de 10% al aluminio. La explicación de la Casa Blanca sobre este viraje fue el ya mencionado reproche de que tanto Brasil como Argentina habrían devaluado drásticamente sus monedas en perjuicio de los agricultores estadounidenses. Según el ya citado periódico El Espectador, el motivo de fondo habría sido, más bien, el enojo de Trump debido a que tanto Brasil como Argentina

se han convertido en proveedores alternativos de soya y otros productos agrícolas para China, lo que ha arrebatado la participación de mercado a los votantes rurales estadounidenses, incluidos los agricultores, un electorado clave para Trump mientras se enfoca en las elecciones presidenciales de 2020. (“Trump y Bolsonaro”, 2020)

La sorpresiva decisión de la Casa Blanca de incluir a Brasil en su política de aranceles fue un golpe duro para Bolsonaro, siempre presto a subrayar su estrecha relación con el amigo Trump, no obstante el hecho de que el apoyo de la Casa Blanca a su socio estratégico Brasil ha sido, en realidad, más bien modesto.

Además de los aranceles impuestos a ambos metales por parte de EE. UU., se desató otro conflicto bilateral comercial en torno al etanol. Ya en 2017, Trump objetaba las crecientes importaciones de biocombustible brasileño a base de caña de azúcar, lo que llevó a que Brasil considerase imponer aranceles a las cuotas de importación de biocombustible estadounidense a base de maíz. Una eventual disputa comercial sobre este producto habría tenido efectos mucho más negativos para los productores estadounidenses que para los brasileños, por cuanto EE. UU. vende cuatro veces más biocombustible a su socio brasileño, que a la inversa (Parker y Batista, 2017).

Como resumen, de la política comercial bilateral podemos decir que, mientras Bolsonaro ha cumplimentado casi todos los requerimientos de Trump, por ejemplo, la importación de una cuota respetable de carne, etanol y maíz producidos en haciendas de los EE. UU., no hubo una actitud similar por parte de Washington con su socio sudamericano, ya que quedó prohibido importar carne bovina o azúcar de Brasil. Cuando en la Cumbre G7 en Biarritz Bolsonaro fue fuertemente criticado por la UE y por algunos de sus países miembros a raíz de su política de fumigaciones en la región amazónica, su amigo Trump no mostró solidaridad alguna con él.

La cooperación en la política espacial y el área de seguridad

Una primera muestra de avances en las relaciones bilaterales después de las elecciones de octubre de 2018 tuvo lugar el 18 de marzo de 2019, con ocasión de la primera visita de Bolsonaro a Washington. Allí se lanzó la apertura del Centro de Lanzamiento Espacial Alcántara para los estadounidenses, a través de un acuerdo bilateral. También se suscribió en Washington un acuerdo de salvaguardia tecnológica, que fue ratificado por el Congreso Nacional brasileño en noviembre de 2019. Este posibilita lanzar satélites licenciados por EE. UU. desde el Centro Espacial de Alcántara en el municipio de Alcántara, en el estado de Marañón ,en la región nordeste brasileña.

La cooperación espacial ha estado siempre sujeta a los acuerdos de seguridad tecnológica (Technology Safeguards Agreement [TSA]). Este documento apunta a proteger de espionaje la tecnología estadounidense. Una primera versión de este acuerdo fue rechazada por el Congreso Nacional brasileño en 2010 por motivos de soberanía, dado que permitía exclusivamente a ciudadanos estadounidenses el acceso al área. El nuevo acuerdo posibilita que, de ser necesario, también brasileños accedan al área, y, además, asegura que las rentas de la base espacial se puedan utilizar para financiar el programa espacial de Brasil (“Brazil’s Airspace”, 2019). EE. UU. ha firmado acuerdos similares con India y Nueva Zelandia.

Si bien la cooperación bilateral en asuntas de seguridad ente Estados Unidos y Brasil fue tradicionalmente relativamente limitada, se ha incrementado significativamente en años recientes. Desde el impeachment a Dilma Rousseff, Washington y Brasilia han expandido la cooperación, en particular en investigación y desarrollo, en seguridad tecnológica, en el suministro de productos y servicios y en la lucha antidroga. En 2018, ambos países lanzaron un nuevo Foro Permanente de Seguridad, que apunta a fomentar una cooperación estratégica e intensiva en una serie de desafíos de seguridad, incluidos el tráfico de armas y drogas, el crimen cibernético, los crímenes financieros y el terrorismo.6 Ambos países se comprometieron, además, a desarrollar un nuevo diálogo político-militar iniciado en septiembre de 2019.

Con respecto a la lucha antidroga, Brasil no está entre los mayores productores de drogas, pero sí es el segundo mayor consumidor de clorhidrato de cocaína y uno de los mayores consumidores de pasta base de cocaína. También tiene lugar en Brasil el mayor tránsito de cocaína hacia Europa.7

Con respecto al crimen organizado transfronterizo, el gobierno brasileño ha respondido a este flagelo fortaleciendo la seguridad a lo largo de sus 16.885 kilómetros de frontera compartida con diez naciones vecinas, entre las que están Bolivia, Colombia y Perú. A través de su Plan estratégico de frontera, proclamado en 2011, el gobierno brasileño ha desplegado recursos interagencias, incluso vehículos aéreos no tripulados, para monitorear actividades ilícitas en las naciones de alto riesgo a lo largo de las fronteras, particularmente en la remota región amazónica. El gobierno ha puesto en marcha operaciones conjuntas con países vecinos y ha adquirido radares móviles de baja altura y demás equipamiento necesario para apuntalar el sistema de monitoreo integrado de frontera.

Brasil tiene históricamente pocas experiencias con terrorismo. No obstante, el país comenzó a cooperar en esta área con EE. UU. y con otros socios para evaluar o mitigar potenciales desafíos de terrorismo durante la Copa Mundial de Fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro de 2016. Además, en 2019, durante el gobierno de Bolsonaro, el país ha reforzado su régimen legal para identificar y congelar activos terroristas, con el fin de abordar deficiencias identificadas por el Financial Action Task Force (FATF) (“Outcomes FATF Plenary”, 2019). Si bien Brasil fue históricamente más bien reticente en adoptar una legislación específicamente antiterrorista para no criminalizar actividades de movimientos sociales disidentes, Bolsonaro ha reforzado estos emprendimientos, por cuanto compara con grupos terroristas al Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra y a ciertos movimientos de protesta en Chile. En diciembre de 2019, el Departamento de Estado de EE. UU. asignó a Brasil 700.000 dólares de ayuda financiera que serían usados para detectar, detener y responder a actividades vinculadas al terrorismo (Harris, 2020).

Uno de los cambios importantes que Bolsonaro ha implementado ha sido el de conceder absoluta centralidad en su gabinete ministerial al Ministerio de Defensa. Brasil fue el último país latinoamericano en instalar un Ministerio de Defensa para las tres fuerzas armadas, lo que se consumó durante la presidencia de Fernando Henrique Cardoso. Desde entonces, este ministerio ha actuado con un perfil bajo. El cargo de ministro de Defensa solía ocuparlo un civil, generalmente político o diplomático. La primera vez que un militar ocupó este puesto fue durante el gobierno de Michel Temer. En el gobierno de Bolsonaro fue nombrado ministro de defensa el general Augusto Heleno Ribeiro Pereira, quien había comandado la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustahm).

Uno de los temas más importantes en la agenda de defensa del gobierno Bolsonaro vinculado con la política exterior ha sido la situación en Venezuela. La cuestión en ese contexto más controvertida y debatida en Brasil fue y sigue siendo la de una posible intervención militar en Venezuela bajo el comando de EE. UU., opción fuertemente resistida entre las fuerzas armadas brasileñas y también en el Palacio Itamaraty. Brasil ha sido una de las voces del grupo de lima que criticaron a Trump por sus pronunciamientos en favor de una posible intervención militar en Venezuela. Pesa además el temor a que el gobierno regional del estado brasileño norteño de Roraima, fronterizo con Venezuela y que ha recibido miles de refugiados venezolanos, presione al gobierno federal de Bolsonaro para que cierre la frontera o que restrinja el acceso de venezolanos al territorio brasileño.

La cooperación militar brasileña con EE. UU. ha crecido considerablemente durante la reciente década, pero también ha sufrido ocasionales retrocesos. Como reacción a un grave terremoto en Haití en 2010, fuerzas militares de EE. UU. y Brasil brindaron a este país una amplia ayuda humanitaria conjunta, esa fue la operación conjunta más grande entre ambos países desde la Segunda Guerra Mundial.

En julio de 2019, Trump designó a Brasil como el mayor aliado extra OTAN de los Estados Unidos. Esta designación le ofrece al socio brasileño un acceso privilegiado a la industria de defensa estadounidense y un mayor intercambio militar, así como maniobras conjuntas y entrenamiento. Después de la exitosa visita a Washington de Fernando Azevedo e Silva, entonces ministro de Defensa de Brasil, en marzo de 2019, tuvo lugar al mes siguiente en Río de Janeiro la tercera edición del Diálogo de la Industria de Defensa de Brasil y EE. UU. (Diálogo com as Indústrias de Defesa do Brasil e dos EUA [DID]), mecanismo creado en 2016 (U.S. Department of State, 2019). A su vez, Estados Unidos hospedó en octubre de 2019 el plenario del Foro Permanente de Seguridad Estados Unidos-Brasil (The U.S. Embassy & Consulates in Brazil, 2020). El Congreso estadounidense ha expresado su interés en que la cooperación bilateral en asuntos de seguridad y defensa no favorezca la violación de derechos humanos por parte del Estado brasileño (Meyer, 2020, p. 20).

Una última materia de cooperación bilateral que tiene, por lo menos indirectamente, una dimensión de seguridad es el apoyo estadounidense a la conservación de la región amazónica. Ese apoyo data ya de la década de 1980. Las actividades actuales de Usaid son coordinadas por el programa U.S. Partnership for the Conservation of Amazonas Biodiversity (PCAB). Lanzado en 2014, este programa aúna los esfuerzos de ambos gobiernos nacionales, empresas privadas y varias ONG para reforzar la gestión de las áreas protegidas y promover un desarrollo sostenible en la Amazonia. La Usaid trabaja con indígenas y con comunidades quilombolas y estimula su capacidad de gestionar sus recursos y promover su subsistencia. La agencia estadounidense apoya también la Partnership Platform for the Amazon (PPA), que propicia las inversiones en conservación innovadora y las actividades de desarrollo sustentable. Más allá de la Usaid, varias otras agencias de EE. UU. trabajan en Brasil, a veces en cooperación con agencias de ayuda de otros países.

Si bien Trump no ha exigido recursos para financiar ninguno de los programas medioambientales en Brasil, el Congreso estadounidense ha seguido disponiendo para ese país, durante los cuatro años de Gobierno de Trump, los fondos destinados a actividades de conservación (Meyer, 2020, p. 21).

Las relaciones brasileñas con China y sus impactos ambivalentes: del ataque frontal al pragmatismo

Como contraste a la miopía de la política en Washington con respecto a Brasil, China, el gran competidor de los norteamericanos en los países al sur del Río Grande, por cierto, no tiene este defecto, reconoció más bien ya desde 1993 a Brasil como socio estratégico y ha sabido usar a través del foro Brics (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) sus lazos con la potencia líder en América del Sur para favorecer sus vínculos diplomáticos y económico-financieros con la región.

No obstante ser China desde 2009 el primer socio comercial de Brasil, Bolsonaro criticó en su campaña electoral fuertemente al régimen de Beijing. Insistió en que este no compraba productos brasileños en la misma proporción que exportaba los suyos a Brasil, y que en realidad lo que los chinos estaban haciendo era “comprarse Brasil”, esto es: que las inversiones chinas constituían una amenaza para la soberanía brasileña (Busch, 2020).

Una vez electo presidente, Bolsonaro no ha mencionado entre sus prioridades las relaciones con China. Pero una clara provocación diplomática para el régimen en Beijing había sido la visita del candidato Bolsonaro en marzo del año electoral a Taiwán, donde pronunció un discurso en el cual llamó “país” a la isla, si bien Brasil no reconoce a la República de China como Estado soberano (Andreoni, 2018). La visita provocó una airada respuesta de Beijing, que la consideró “una afrenta a la soberanía y la integridad territorial de China” (Malamud, 2018, p. 7). La misión diplomática de China en Brasil hizo llegar a todos los miembros del Congreso Nacional en Brasilia una carta en la que desaprobaba duramente ese viaje y señalaba la importancia de la “política de una sola China” seguida por la diplomacia brasileña desde 1974 y que considera al gobierno en Beijing como la única representación del pueblo chino. El oficioso periódico chino Global Times calificó a Bolsonaro de “Trump tropical” y se preguntó: “¿Revertirá el nuevo Gobierno brasileño la política de China?” (Malamud, 2018, p. 7). De regreso en Brasilia, el candidato presidencial escribió por Twitter que el viaje le había ilustrado que la política amigable de Brasil hacia el régimen en Beijing practicada por sus antecesores había sido un error y debía abandonarse. Bolsonaro dijo, además, que los esfuerzos contra el cambio climático son manifestaciones de una “ideología marxista” cuyo objetivo es fomentar la influencia china en el mundo (Herrmann, 2018). Por último, Bolsonaro dijo también que China era un “predador que quiere dominar sectores cruciales” de la economía brasileña, por lo cual no debería permitirse que ciudadanos chinos adquieran tierras ni que controlen las industrias estratégicas del país (Malamud, 2018, p. 7). Por su parte, el ministro de Relaciones Exteriores Ernesto Araújo declaró que Brasil no iría a “vender su alma” para mantener sus exportaciones de soya y hierro a China, y sugirió además que la larga recesión de la economía brasileña se debía en parte a la asociación comercial del país con China (“A novos diplomatas”, 2019).

Fue esta la primera vez que un país importante de la región cuestionó abiertamente la política china hacia América Latina. Quizás no fuera casual que la crítica estuviese centrada en lo político-ideológico, y no en la asimetría característica de los vínculos económicos. Bolsonaro se encontró, sin embargo, en un dilema. Si en tanto socio incondicional de Trump le convenía criticar fuertemente a China, por otra parte, ante el fenómeno económico de una marcada recesión de la economía brasileña, no podía permitirse renunciar a la cooperación con el país que desde hace una década es el primer socio comercial de Brasil. China es el destino del 22% de las exportaciones de Brasil. El 19% de las importaciones brasileñas vienen de China. Desde 2012 el país asiático es la mayor fuente de importaciones brasileñas. Si se compara con EE. UU., el segundo socio comercial de Brasil, se observa que EE. UU. importa de Brasil el 11% de sus importaciones totales, al tiempo que exporta a este país el 15% de sus exportaciones totales. Si se observa los productos, se advierte que las exportaciones más importantes de Brasil a China son soya (el 42%, según valor total), seguido por hierro (el 22%), petróleo crudo (el 15%), pulpa de madera (el 4,5%), carne congelada (el 1,9%) y carne de ave (el 1,6%) (“Brazil’s Airspace”, 2019, p.2). El balance comercial con China es además superavitario para el país sudamericano y sus principales beneficiarios son sectores económicos que conforman el núcleo duro del bolsonarismo, como la agroindustria y la minería (Frenkel, 2018, p. 4). Vale recordar en este contexto también que Brasil tenía ya desde años atrás una “asociación estratégica” con China y que es, en asuntos financieros, crecientemente dependiente de esta potencia, siendo el segundo deudor regional de China después de Venezuela. Entre 2005 y 2017, Brasil recibió doce préstamos chinos por un valor de 42.100 millones de dólares. Ello ha facilitado que una serie de grandes bancos de China cuenten con sucursales en Brasil (Malamud, 2018, p. 8).

La creciente presencia de China en América Latina en general y en Brasil en particular ha sido registrada con preocupación creciente en Washington. Clara señal de ello fue que, a fines de noviembre de 2018 —esto es, poco antes de las elecciones presidenciales en Brasil— se reuniesen en Río de Janeiro, al margen de la Cumbre del G-20 en Buenos Aires, John Bolton, entonces consejero de seguridad nacional de Trump, y el candidato Bolsonaro, con el fin de discutir temas de mutuo interés y, entre ellos, la creciente presencia de China en la región (Herrmann, 2018).

Mientras la adquisición de 600 respiradores artificiales de una empresa china por parte de un consorcio en el norte de Brasil provocó malestar en Washington, un caso emblemático y altamente conflictivo en las relaciones bilaterales ha sido el de la empresa Huawei. En oportunidad de reuniones con autoridades brasileñas, asesores del gobierno estadounidense aprovecharon para esgrimir sus cuestionamientos sobre la seguridad de la tecnología de Huawei, por ejemplo, las redes 5G, por considerar que serían propensas a ataques cibernéticos o de espionaje. La Casa Blanca opina que el gobierno de Brasil debería tratar este caso como un tema de la seguridad nacional. En el fondo de las presiones estadounidenses contra una participación de Huawei en Brasil se esconde la competencia entre Beijing y Washington por imponer sus estándares y con ello su propia supremacía industrial. Es mucho lo que en este sentido está en juego en Brasil. La economía brasileña es uno de los principales mercados de crecimiento de la radiofrecuencia de próxima generación. Solo en Europa y los EE. UU. hay más accesos de banda ancha, en relación al tamaño de la población, que en Brasil con sus 210 millones de habitantes. La subasta de las licencias para operar la telefonía móvil de quinta generación (5G) en Brasil es, en consecuencia, una de las mayores licitaciones a nivel mundial, por lo que el debate al respecto se halla muy polarizado.

Si bien Bolsonaro en su campaña electoral se valió de una retórica hostil hacia China, una vez electo presidente pasó sucesivamente de la confrontación ideológica al pragmatismo y de allí al claro afán por incentivar el comercio con China. Una fecha emblemática para el viraje en su relación con el dragón asiático fue la ya referida XI Cumbre de Brics celebrada en Brasilia los días 13 y 14 de noviembre de 2019. Bolsonaro aprovechó el encuentro para acercarse a su par chino; quien respondió positivamente. Xi Jinping subrayó en esta oportunidad la importancia que su gobierno asigna a la influencia de Brasil como su socio estratégico en América Latina y el Caribe, y propuso una alianza global estratégica entre ambas naciones. Como respuesta, el entonces ministro de Economía Paulo Guedes anunció conversaciones a fin de crear un “área de libre comercio” bilateral. En el encuentro previo a la cumbre, el mandatario brasileño expresó que China es “cada vez más parte del futuro de Brasil”, y agregó que “China es nuestro principal socio comercial y con todo mi equipo y el empresariado brasileño, queremos no solo ampliar, sino diversificar nuestras relaciones comerciales” (Zibechi, 2019). Bolsonaro confirmó, además, que Brasil no participaría en una guerra comercial, y subrayó la importancia de la coalición Brics en la lucha por una economía global más justa. A consecuencia de estas afirmaciones, los mandatarios de Brasil y de China firmaron durante la cumbre del grupo Brics nueve acuerdos en áreas variadas como política, economía, comercio, agricultura, inspección sanitaria, transporte, salud y cultura. En otra muestra del viraje, el gobierno brasileño aclaró incluso que no se inmiscuirá en el enfrentamiento comercial que tiene lugar a través de tarifas y aranceles entre EE. UU. y China, e indicó estar incluso dispuesto a admitir a la compañía china Huawei en la subasta de frecuencias de alta velocidad móvil 5G (Armendáriz, 2019, p. 2).

En resumen, las señales y actitudes hacia el gigante asiático del Bolsonaro candidato presidencial habían cambiado completamente un año después, tras haber resultado electo presidente. Más allá del peso de las relaciones económicas, otras causas para este viraje estratégico del Palacio de Planalto hacia China han sido la importancia del tema para el electorado núcleo de Bolsonaro, la presión de los lobbies de los sectores económicos involucrados, así como, desde dentro del gobierno, la influencia del vicepresidente Gral. Hamilton Mourão. Este había sugerido, ya durante las turbulencias políticas al final de la presidencia de Dilma Rousseff en 2015, que el ejército podría intervenir si se diera una crisis política. Llamado recién en el último momento a sumarse al equipo de Bolsonaro, no ha sido buena la relación de Mourão con el presidente y su familia, particularmente con su hijo Carlos Bolsonaro, concejal de Río de Janeiro. Mourão ha sido desde el comienzo una voz moderada dentro de un equipo de gobierno compuesto por ultras: él simpatizaba con un acercamiento a China y ello fue visto por el ala radical y anticomunista del gobierno como una traición al presidente, quien cuenta en su haber varios ataques al régimen de Beijing (Benites, 2020).

Por más que Bolsonaro durante la campaña y los primeros meses de su mandato haya compartido las muestras de aversión del presidente Trump hacia China e incluso la perspectiva geopolítica del foro estratégico llamado Diálogo de Seguridad Cuadrilateral (QUAD) —compuesto por Australia, India, Japón y EE. UU., y reunido con el objetivo de estrechar la cooperación para contrarrestar la creciente influencia de China en la región Asia-Pacífico y del océano Índico—, todo ello no fue más que un coqueteo por parte de Bolsonaro. De hecho, ello no se ha materializado realmente, dado que Brasil no puede arriesgarse a enfrentar al dragón chino, y ello debido a sus estrechos vínculos económicos con la potencia. Tampoco India, Australia ni Japón han podido arriesgar una confrontación con la potencia líder en su región: el precio podría resultar demasiado alto (Nicolini et al., 2019).

En conformidad con el nuevo pragmatismo, Bolsonaro visitó China del 24 al 26 de octubre de 2019. Xi Jinping le concedió entonces una cálida recepción. Poco después de esa visita, Brasilia ofreció en subasta cuatro bloques petroleros del presal brasileño. Un total de 14 empresas se inscribieron, pero al momento de la subasta solamente fueron presentadas las propuestas de la estatal brasileña Petrobras en consorcio con dos empresas chinas (China National Offshore Oil Corporation [CNOOC] y China National Oil and Gas Exploration and Development Company [CNODC]), con participación minoritaria. El gobierno brasileño pensaba acceder a través de la subasta a fondos frescos con los que resolver parte de sus problemas económicos. La subasta fue un fracaso total ya que pretendía recoger 106.000 millones de reales (unos 26.500 millones de dólares), pero recibió apenas 70.000 millones (unos 17.500 millones de dólares estadounidenses). Para dos de los campos presales ni siquiera se recibieron propuestas. Ninguna de las grandes multinacionales occidentales participó, supuestamente a consecuencia del “riesgo Bolsonaro”, es decir, debido a temores de inestabilidad en el país y su gobierno, y ante el riesgo de que en el futuro no se cumplan los tratados firmados (Zibechi, 2019, p. 2).

Un motivo adicional del gobierno Bolsonaro para acercarse de manera pragmática a China fue el tema ambiental, ya que Beijing defiende la soberanía medioambiental de cada país y con ello la posición del gobierno brasileño, mientras que Francia y Alemania, entre otros gobiernos europeos, han criticado duramente la política brasileña de fumigaciones en la región amazónica, argumentando que la Amazonia es patrimonio de la humanidad. El comunicado conjunto de la cumbre del grupo Brics subrayó al respecto que “la cooperación internacional en este campo debe respetar la soberanía nacional y las regulaciones legales y las disposiciones institucionales y nacionales” (“Cumbre Brics cierra”, 2019).

Más allá del discurso político, del peso de las relaciones económicas y de la coincidencia en temas de soberanía nacional, el nuevo pragmatismo en la relación bilateral entre Brasil y China quedó consolidado, según Élodie Brun en los hechos por una serie de factores adicionales, como las crecientes inversiones chinas en el país, la gravitación de los préstamos chinos, el acceso del etanol brasilero al mercado chino y crecientes adquisiciones de territorio brasilero, que tanto Trump como Bolsonaro han criticado, señalando que ello es un riesgo para la seguridad nacional (“Discurso anti-China de Bolsonaro”, 2018).

El viraje de la estrategia brasileña con respecto a China y el creciente peso económico del dragón asiático en el país más fuerte al sur del Río Grande fueron observados con preocupación creciente en Washington. Uno de los temas centrales al respecto fue el de las exportaciones de granos de soya. A partir de 2012, Brasil ha ido desplazando a EE. UU. como primer proveedor externo de grano de soja para China. En septiembre de 2019, China canceló algunas barreras a la importación de la soja estadounidense, lo cual alarmó a Brasil, interesado en no perder terreno frente a EE. UU. en la provisión de grano de soja a China (Brun, 2019, p. 4).

La administración Trump presionó desde 2019 a las autoridades brasileñas para que excluyeran a China de la licitación 5G, prevista en primera instancia para 2020, pero pospuesta para 2021 a raíz de la pandemia. Pero no tuvo éxito: después de su visita oficial a Beijing en octubre de 2019, Bolsonaro moderó sus objeciones a la tecnología 5G de Huawei y se distanció de la resistencia interpuesta por aquellos en su gobierno más fieles a una estrecha alianza con EE. UU., a saber, en primer lugar, el ministro de Relaciones Exteriores Araújo, seguido por Eduardo Bolsonaro, tercer hijo del presidente y diputado federal, así como los exmilitares en el gobierno —con la excepción del vicepresidente Hamilton Mourão— y los lobbyistas del sector agrario y minero. El sector agrario es el más fuerte entre los grupos brasileños que simpatizan con Trump. Todd C. Chapman, Embajador de los EE. UU. en Brasil, amenazó con que habría “consecuencias” si el Gobierno brasileño decidía favorecer en la licitación a Huawei en perjuicio de Nokia y Ericsson. El tema volvió a ser discutido durante el encuentro entre Bolsonaro y Trump en marzo de 2020 en Miami (“Destacan rechazo mayoritario”, 2020).

La adopción de la tecnología 5G es, como expertos subrayan, necesaria por cuanto incentiva la innovación y el desarrollo en una economía digital competitiva. Su implementación también es importante para el desarrollo de programas agrotecnológicos en los latifundios de Brasil, por ejemplo, para el uso de drones que monitorean e incrementan las cosechas. Con sus tecnologías 5G, Huawei es actualmente el productor más grande y más competitivo del ramo a nivel mundial. A pesar de este hecho, el gobierno de Trump lo ha visto como una amenaza a la seguridad nacional, y presiona a sus aliados para que no adopten esa tecnología.

El vicepresidente Mourão, el más acérrimo defensor en el gabinete de una estrecha cooperación con China, rechazó junto con corresponsales extranjeros el 3 de agosto de 2020 en São Paulo la crítica estadounidense y afirmó que no teme a posibles sanciones desde la Casa Blanca. Recordó, además, que las tecnologías G4, que ya funcionan en un tercio de los operadores brasileños, contienen asimismo equipamiento Huawei y agregó que la empresa china tiene en 5G una tecnología avanzada de la cual no dispone ninguno de sus competidores (Maestri, 2020). El presidente de la Cámara de Diputados de Brasil, Rodrigo Maia, declaró además que la nueva licitación 5G de telecomunicaciones en Brasil no debería estar contaminada por batallas ideológicas en torno a China, y consideró que una mayor competencia llevaría a mejorar los precios para los consumidores (“Rodrigo Maia oficializa”, 2020c). Yang Wanming, Embajador de la República Popular China en Brasil, señaló que la decisión brasileña con respecto a 5G tendrá a largo plazo una clara incidencia en las relaciones bilaterales.

Dado que Brasil comparte intereses y vínculos estrechos tanto con EE. UU. como con China que invalidan una provocación, no eran pocas aquellas voces que recomendaron al gobierno brasileño dejar este asunto abierto y no privilegiar a ninguna de ambas partes. Argumentan que, dado su tamaño, Brasil puede permitirse bien mantenerse neutral al respecto (Busch, 2020, p. 8).

Un asunto llamativo y con el potencial de empeorar las ya complicadas relaciones entre Brasil y China fue el “accidente diplomático” desencadenado por Eduardo Bolsonaro, hijo del presidente. En marzo de 2020, el mismo mes en el cual estalló la pandemia covid-19, Bolsonaro Jr. inició en Twitter una disputa con el embajador chino en Brasil, Yang Wanming. Eduardo Bolsonaro, el congresista más votado en la historia de Brasil, vocero de la política exterior gubernamental y gran admirador de Trump, responsabilizó en un discurso anti China vía Twitter a sectores de la sociedad china por la pandemia, a la que llamó “el virus chino”, en un intento de escamotear la responsabilidad del Gobierno brasileño ante los resultados desastrosos de sus medidas para enfrentar la pandemia. La reacción del embajador chino, también en Twitter, fue fuerte: “Tus palabras son un insulto maléfico contra China y el pueblo chino. Tal actitud flagrante anti-China no corresponde a tu status como diputado federal, ni a tu calidad de figura pública especial”, escribió en su perfil de la red social (Mur, 2020), y recibió el apoyo aclamatorio de varios sectores del establishment político brasileño.

Los presidentes de la Cámara de Representantes y del Senado, los líderes empresariales y los principales medios de comunicación rechazaron las declaraciones de Eduardo Bolsonaro y destacaron lo inoportuno e irracional de agredir al mayor socio comercial del país en momentos en que Brasil, debido a la pandemia, se hallaba al borde de un retorno a la depresión económica. El vicepresidente Mourão subrayó que Eduardo no había hablado en nombre del gobierno (Santoro, 2020). Finalmente, el expresidente Lula da Silva en carta dirigida al presidente chino Xi Jinping se disculpó por el silencio de Bolsonaro ante la polémica de resonancias diplomáticas.[8] Sin participar en la disputa, el presidente Bolsonaro el 20 de marzo solicitó ayuda al presidente de China ante el agravamiento de la crisis desatada por la pandemia (Farias, 2020).

Un balance

Hay una serie de características comunes entre Trump y Bolsonaro, entre las que se destacan el narcisismo, conductas impredecibles, el razonamiento en categorías de amigo/enemigo, el estilo polarizante y agresivo, la aversión a las reglas y a instituciones democráticas, la aversión a las convenciones del servicio exterior, la agresividad contra intelectuales y varias ONG, la inclinación en favor de políticas de mano dura y la glorificación del pasado. Pero, más allá de tales coincidencias entre los dos individuos mandatarios, hay una mezcla tóxica que vincula a Brasil y EE. UU., ambos países que, por su potencial económico y demográfico, tienen una enorme significación geopolítica. Revueltas y protestas, notables desigualdades y una alta cuota de violencia caracterizan el panorama tanto en EE. UU. como en Brasil. Ambos países han estado gobernados por individuos que son líderes nacionalistas y autoritarios, para quienes la democracia no es un valor en sí mismo. Sus presidentes han intentado hacer presentables el odio y la exclusión a través de los medios sociales. La segregación social es en ambos países no solo un producto colateral del sistema de salud de dos clases, sino que es más bien una parte del sistema institucionalizado de supresión. Tanto Trump como Bolsonaro cuentan con el apoyo de corrientes fundamentalistas y de los lobbies de la industria armamentista y la agraria, así como de aquellas capas de la sociedad que se benefician de ello. A ambos mandatarios les molesta el carácter federal de sus países, cuyo funcionamiento implica largos y complicados procesos de negociación. Ambos presidentes han intentado socavar la separación de poderes y ambos promovieron un desplazamiento del poder civil al militar.

La ruptura abrupta del gobierno de Bolsonaro con los lineamientos de política exterior de gran parte de sus antecesores y su realineamiento acrítico con la primera potencia del norte han generado voces críticas según las cuales este viraje no se ha traducido en beneficios concretos para Brasil (McCoy, 2019; Stuenkel, 2019). Estos críticos destacan, por ejemplo, que la administración Trump ha mantenido o ha amenazado con imponer barreras arancelarias para exportaciones brasileñas de importancia clave, como son la carne y el acero, contradiciendo tratados de comercio bilateral firmados incluso durante la primera visita de Bolsonaro a Washington, en marzo de 2019. Otros críticos recordaron las advertencias de funcionarios de la administración en Washington, según los cuales los estrechos vínculos de EE.UU con el “aliado extra-OTAN” estarían en riesgo si el Gobierno en Brasilia permitía que la empresa china Huawei participase en las redes de telecomunicaciones 5G de Brasil, actitud que otros saludaron como una muestra sana de autonomía. Algunos analistas brasileños argumentaron también que el abandono de la posición autonomista en la política exterior brasileña durante la presidencia de Trump había debilitado el posicionamiento internacional del país y había generado tensiones con otros importantes socios, por ejemplo, los miembros del grupo Brics (“Alinhamento Automático”, 2019). Otros se refieren a encuestas según las cuales un 60% de los/las brasileños/as expresaron no tener confianza en la política de Trump hacia Brasil (Wike, 2020), al tiempo que señalan que una minoría en el gabinete pudo oponerse con éxito a una relación demasiado estrecha con Washington en algunas materias, por ejemplo, en la cuestión de un posible retiro de Brasil del Acuerdo de París sobre el cambio climático y con respecto a una posición más confrontativa hacia Beijing (Stuenkel, 2019).

El 30 de diciembre de 2020 el portal de noticias brasileño G1 publicó un balance de los logros del gobierno Bolsonaro en la primera mitad del período. Según G1, de las 58 promesas iniciales de Bolsonaro, solo 14 se han cumplido por completo y 13, parcialmente. Ello significa que más de la mitad de las promesas se hallan incumplidas, en particular aquellas referidas a áreas importantes como salud, economía, asuntos sociales, relaciones exteriores y seguridad pública (Velasco et al., 2023). Una parte de la discrepancia entre lo prometido y lo cumplido seguramente se deba a los efectos de la pandemia.

Volviendo a nuestros conceptos analíticos y a las hipótesis del comienzo de este trabajo y resumiendo lo expuesto, podemos afirmar lo siguiente.

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Notas

* Artículo de investigación científica.

1 Según estimaciones de la Asociación Argentina de Trigo, el acuerdo supondrá pérdidas de unos 300 millones de dólares (Schapire, 2019).

2 Datos consultados en el U.S. Department of Commerce, Census Bureau data, accesible en el Global Trade Atlas, en febrero de 2020.

3 Datos consultados en el U.S. Department of Commerce, Census Bureau data, accesible en el U.S. International Trade Commission: Interactive Tariff and Trade DataWeb, en febrero de 2020.

4 Datos consultados en el U.S. Department of Commerce, Bureau of Economic Analysis, U.S. Trade in Services, by Country or Affiliation and by Type of Service, en octubre 15 de 2019.

5 Datos consultados en el U.S. Department of Commerce, Bureau of Economic Analysis: U.S. Direct Investment Abroad: Balance and Payments and Direct Investment Position o Data, en enero de 2024.

6 Datos consultados en el U.S. Embassy and Consulates in Brazil: U.S.-Brazil Permanent Security Forum, en marzo 19 de 2019.

7 Datos consultados en el U.S. Department of State, Bureau of International Narcotics and Law Enforcement Affairs: International Narcotics Control Strategy Report, vol.1: Drug and Chemical Control, en marzo de 2019. [8] “En nombre de la amistad entre los pueblos de Brasil y China, cultivada por sucesivos Gobiernos de los dos países a lo largo de casi cinco décadas, vengo a repudiar la inaceptable agresión hecha a su gran país por un diputado que viene a ser el hijo del actual Presidente de la República de Brasil”, afirmó el exmandatario (“La licitación 5G”, 2020).

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: kbodemer@t-online.de

Información adicional

Cómo citar: Bodemer, K. (2024). Entre ideología y pragmatismo: Las relaciones entre Brasil y EE. UU. durante las presidencias de Jair Bolsonaro y de Donald Trump (2019-2020). Papel Político, 29.

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